Sinopsis
V
Vivir atrapados por las culpas, aquellas que sin embargo, achacamos al amor o
al cariño. ¿Cuántas veces he escuchado la misma excusa?... Eres mía y de nadie más porque te quiero;
tengo el poder sobre tu cuerpo y tu mente porque te amo; te di aquella paliza
porque este amor me está volviendo loco; la maté porque la quise.
Horrores
tras horrores cobijados, excusados… que mancillan y empañan la pureza de tan
hermoso sentimiento.
Esta novela
es un silencio de respeto, y a la vez un grito catártico contra tantas
injusticias.
Harry
Newman, aquel chico torturado por su pasado, aquel chico que amó a otro chico,
supo leer donde nadie leyó: en aquellos ojos verdes atenazados por el miedo.
Quizá porque su pasado estaba tan latente en cada objeto, en cada vida, en cada
instante… que los ojos de Sara lo atraparon en ese mismo calvario sufrido desde
su infancia. Un calvario que quería olvidar, que necesitaba expiar. Por ello,
luchó por ella y también por él; por ello acabó amándola, porque el verdadero amor
no entiende de sexos, ni de culpas.
Sin embargo,
las culpas los persiguieron, aquella guerra no sería fácil de derrotar; el odio
disfrazado de hipocresía los golpeó sin miramientos; pero ellos gritaron,
pelearon, ¡proclamaron! Tendieron su mano hacia ti… Sí… tú, ese lector, ese
otro aliento que vive, que sostiene este libro… ¡Ayúdalos en su grito! ¡Ama,
vive!... Y ahora cierra tu mano, porque
sé que está prendida y unida a esa misma búsqueda. Porque sé que al fin, atado
al amor, tú también eres libre… ¡Sois libres para amar!
PRÓLOGO
Para Harry.
Silencio: ¿Has pensado alguna vez en el verdadero
significado de esa palabra? ¿Lo has sentido como yo lo estoy sintiendo ahora?
Hoy, soy tuya. Y el silencio va conquistando nuestro espacio
vital… despacio… muy despacio… y suavemente.
Puedo sentir cada poro de tu piel sobre la mía. Tus manos
acarician mi cara, y voy hundiéndome en tus ojos hasta tal punto que… nadie
podría discernir nuestras almas. Entonces, en este momento, la ausencia de
palabras es necesaria, y nuestras bocas se silencian… sólo buscando nuestro
aliento, nuestro contacto.
Aunque un día conociera otro tipo de mudez, cargada de
vacío, que me estrujaba el alma, que devoraba mis sentidos… Tú llegaste y me salvaste… rompiste las
mordazas de tal estridencia callada, y me enseñaste que la vida valía la pena,
que el amor jamás está manchado de culpas.
La luz de mis sueños, la claridad de mi despertar. El que
llena mi cuerpo y mi espíritu de calma…
Tú, mi silencio.
CAPÍTULO I
Era
un inesperado día de sol para estas fechas en Londres, y aunque el frío se
hacía notar, las temperaturas no habían alcanzado todavía las cotas
acostumbradas.
La vida transcurría tranquila en esta
maravillosa ciudad, y el ambiente navideño ya se empezaba a sentir por todos los
lugares. Luces y guirnaldas adornaban las calles, bonitos árboles vestidos de
fiesta se alzaban en las zonas céntricas;
y el espíritu de las vísperas, luchaba por desplazar a todo aquello que
no implicara armonía. Incluso aquel atípico cielo quiso poner su granito de
arena, regalando una semana antes de Nochebuena, un atardecer repleto de
colores y sutil majestuosidad: digno de recordar sin duda; y de admirar, cuando
te sientes con fuerzas para hacerlo.
Nuestra historia comienza en una esquina, ya
con la oscuridad bien avanzada, justo a las seis de la tarde. Para continuar
caminando a lo largo de dos aceras, donde dos largas filas de viviendas y
comercios, separadas por una carretera, se levantaban coquetas: pretendiendo
contarse historias, presumiendo de belleza y delicada sencillez.
En aquel comienzo, pondremos atención a las
almas, entre ellas: la del viejo Tom; que como cada tarde a esta hora, abría la
puerta de su quiosco para cerrar la jornada.
De nuevo, había llegado el momento de inventar
creativas y elegantes posturas, con las que poder mover aquella dichosa tabla
que le servía de expositor para los periódicos; y es que la maldita ciática
llevaba tiempo declarándole la guerra. Entretuvo entonces su nariz con el humo
de la pipa recién encendida, y se decidió por la flexión de rodillas con el
tronco recto.
—¡Auhhh! ¡Me cago en Dios! ¡Pero será
posible! —Blasfemó en el primer intento; llevándose las manos a los riñones,
casi ahogándose con el humo del tabaco, y elevando la cabeza hacia atrás, para
que sus rectangulares gafas no terminaran en el suelo.
—¿Se ha hecho daño, señor Morris? —Se interesó
una cálida voz familiar.
—Ah, Sara… —exclamó, cuasi-impresionado
por la inesperada compañía. Pues, a pesar de ser consciente de que estaba en
plena calle, siempre tenía la esperanza de que nadie lo cachara en estas
infructuosas tentativas; que para según qué ojos, podrían llegar a parecer
incluso un tanto cómicas; aunque por supuesto, no tuvieran ninguna gracia—. No
te preocupes, hija. No es nada. Los años que lamentablemente no perdonan. —Rio,
restándole importancia al asunto, mientras mandaba a su mano derecha sostener
la pipa —. Creía que ya te habías olvidado de tu revista, y de pasar a saludar
a este viejo cascarrabias.
—Usted no es un cascarrabias, señor
Morris.
—Tú que me ves con buenos ojos o… me
escuchas con buenos oídos. —Sonrió—. Tienes mala cara, bonita… ¿Qué te pasa?
Tom Morris quería a Sara como a una hija, la
conocía desde niña, y había sido un gran amigo de su padre.
—No me siento bien. Tal vez sea la
gripe. —Aquella evasiva, sólo fue creíble para sus cuerdas vocales, porque
sus grandes ojos verdes eran incapaces
de ocultar la amargura de su joven alma. Sus treinta y seis años, y su cara de
niña, no daban justificación a tanta tristeza. Aquella melena azabache sabía de
sus días y noches oscuras. Aquellos cabellos, conocían el suave peso de sus
lágrimas, cuando conmovidos por sus llantos, se esforzaban por entremezclarse
entre tan finos dedos, para empapar el salado líquido de la injusticia—. Deje,
yo hago eso —dijo de repente, arrebatándole nerviosa los periódicos al
quiosquero.
Y aferrada a aquella excusa de acabar el
trabajo que todavía el viejo ni siquiera había empezado, por su molesto dolor
de espalda, imploró para que a éste se
le olvidara definitivamente, aquel interrogatorio sobre su aspecto y salud.
Aunque su gesto, no hizo sino empeorar más aún la preocupación de Tom: los
movimientos de las muñecas de Sara eran imprecisos, pese a que ella se
esforzaba por demostrar naturalidad. Tal parecía, que tratara de evitar un
mayor daño del habido.
Entonces, las tripas de Tom comenzaron a
bullir:
—¿Qué te pasa en las muñecas, Sara?
—¿Qué…? No me pasa nada. Bueno, ya ve
usted qué tontería. Esta mañana al salir del baño, me resbalé, y para no darme
de bruces, puse las dos manos en el suelo. Tengo las muñecas un poco
lastimadas, pero no es nada —improvisó sobre la marcha, sin mirar a los ojos
del anciano ni una sola vez.
Continuó retirando los periódicos como pudo,
y los metió dentro del quiosco, y con la misma agitación, volvió dispuesta a
levantar la tabla expositor.
—No hace falta que la quites… Total...
está demasiado vieja y pesada para que alguien se la lleve.
Con cuidado, Tom cogió a Sara del brazo, y la
giró para que lo mirara.
—Si
pudieras saldrías corriendo de aquí, ¿verdad? —Le reclamó el viejo, con un nudo
de angustia en el gaznate—. Pero eres una chica educada; y no es correcto dejar
a un viejo amigo con la palabra en la boca… ¡Dios, Sara! Te conozco desde que
no levantabas ni un palmo del suelo… ¡Déjate ayudar por los que te quieren!
¿Por qué volviste con él, niña? ¿Por qué volviste con tu marido?... Estás
rodeada de gente dispuesta a echarte una mano, y tú no te prendes a ella. Ese
muchacho sigue a tu lado pese a todo, pero algún día se cansará de luchar.
—Harry es lo mejor que me ha pasado en
la vida, señor Morris. Pero él tiene a
Víctor, y Norman sólo me tiene a mí. Y no puedo dejarle solo —rehusó ella. Esta vez devolviéndole la mirada a Tom, con
los ojos a punto de estallar en llanto.
—Yo, lo único que sé, es que tu padre
tiene que estar revolviéndose en su tumba, hija. —Se lamentó el viejo, con la
cara más colorada que de costumbre. Impotente y destrozado: por no poder hacer
más por aquella niña-mujer, que tanto le había encomendado su querido amigo
Bill, antes de morir.
—Mi padre lo quería, señor Morris. Para
él, era como otro hijo… Yo soy la que no he sabido ser esposa. —Bajó sus ojos,
avergonzada.
—¡Levanta la cabeza, Sara! —La zarandeó
suavemente, posando sus rechonchas manos sobre los hombros de ella—… No sabes
lo que me duele oírte hablar así. Y lo malo… es que no sé cómo hacerte
reaccionar. Ninguno lo sabemos… Estoy viejo para esto, ¿sabes?
Los ojos del anciano se aguaron. No obstante,
decidió callar. Sabía que cada palabra pronunciada por cualquiera de las dos
partes desde este momento en adelante: no sólo sería inútil, sino también
hiriente. Cogió el magazín que le tenía guardado en el quiosco y se lo entregó.
—Toma, bonita. Tu revista. Y perdona a
este viejo metomentodo… Sólo te pido que no dejes de venir a verme, aunque a
veces hable de más —rogó el anciano.
—¿Cómo puede creer eso?... Usted… usted
es para mí, lo más parecido a un padre… Tiene todo el derecho del mundo a
decirme lo que quiera. —Y abrazó a aquel
hombre, intentando dar reposo a su desasosiego. Quizás, buscando el calor de
esa figura paterna que a veces soñaba cerca en espíritu, pero que al despertar
nunca encontraba. Se sentía la mujer más desgraciada del mundo. Lloró
desconsolada sin pretender la escena. No podía más, todo le pesaba demasiado.
Tom, conmovido y desgarrado por el abrazo de
la que su alma había adoptado como hija, sintió entonces la necesidad de salir
corriendo, para poner en su lugar al
monstruo profanador de aquella alegría de antaño. Pero nada ganaría con la violencia, sobre
todo porque sus huesos seguramente no le responderían con la misma fuerza,
ímpetu y decisión, que proclamaban sus neuronas.
Con suavidad, separó a Sara de su hombro,
acunando aquellas mejillas entre sus manos:
—¿Qué te pasa, Sara? En todos estos años
que llevas con ese cretino, nunca te había visto así. Tan derrotada, tan… No
vuelvas a casa esta noche, bonita.
—Usted no lo entiende…Tengo que volver,
señor Morris —insistió ella.
—Hija… Por favor, Sara.
—No se preocupe, Tom… Estoy bien. Debe
de ser la gripe la que me tiene así. Siento haberle puesto mal, haberle
preocupado. Lo siento mucho, de verdad.
Con las manos todavía temblorosas a causa del
mal rato, Sara se secó las mejillas, arrugando con sus lágrimas las primeras
páginas de la revista que sostenía.
—Tengo que irme.
Tom asintió. No sabía qué más decir o hacer.
Y pidiéndole perdón al cielo por creerse cobarde, la dejó ir. Sin atreverse a
mirar aquella figura que se alejaba calle abajo: lenta y pensativa. Mientras
cerraba los portones de su quiosco, poniendo fin a aquel extraordinario día.
Sara continuó avanzando con paso taciturno;
marcando su andar: el incesante clac de sus tacones a media altura. Fue
adentrándose en la bella calle escenario de nuestra historia, y se paró entre
el número seis y ocho de la acera derecha.
Allí, formada por dos fachadas apenas
transformadas, lucía Spencer’s, el viejo ultramarinos donde un día, tal vez no
tan lejano, fue feliz. Abrir aquellas puertas, siempre había causado en ella
una sonrisa: desde el primer tintineo de la campana colgada en el marco de la
entrada, hasta el último rincón minado con bonitos recuerdos ahora mancillados.
En aquella tienda, parecía haberse congelado
el tiempo. Suelos y paredes de madera le daban calidez al local, e incluso un
cierto toque mágico, se podría decir. Las vitrinas estaban impolutas y
celosamente cuidadas, los artículos colocados en un estricto orden. En
definitiva, todo como entonces: hasta aquel cuadro de la pared detrás del
mostrador, encima del despacho de pan, con una Virgencita de la cofradía
malagueña a la que había pertenecido la esposa de Bill Spencer y madre de Sara—:
“Una ventana a mi adorada tierra, y la bendición y protección de mi hogar”. —Solía
decirle a un marido completamente ateo; cuya única creencia estaba fijada en su
familia, y en el amor que sentía por ellos. A tanto llegaba su devoción, que
hizo del amplio primer piso de la tienda su hogar, para estar lo más cerca
posible de sus tres tesoros: su mujer y sus dos pequeñas.
No obstante, y pese a la obstinación de aquel
sitio, el tiempo pasó; y aunque aquel mostrador nunca fue desocupado, ni la
casa deshabitada; el alma usurpadora de ese espacio y estatus familiar, nunca ni
por asomo remplazaría al amor que en otros tiempos fue vertido.
El pretendido heredero tenía un nombre:
Norman Hill; y como todos los anocheceres hizo cliquear las monedas. Orgulloso
de sus ganancias, susurraba cantidades haciendo cuentas. Alto, fuerte, de pelo
rubio y cara angelical, con el interior
podrido hasta las trancas, pero bien guardado en secreto. Candil de puerta
ajena, que reservaba el privilegio del conocimiento de sus inmundicias exclusivamente
a su esposa; pues pocos, podrían adivinar de aquel Mr. Hyde de las horas íntimas: echado a perder a causa
de los celos, la inseguridad y la envidia. Reconcomido por los triunfos de
ella, en vez de engrandecido: Sara creció bajo el cariño de una familia,
mientras que él aprendió a odiarse a sí mismo entre los muros de un orfanato;
la muchacha cursó estudios universitarios acabando con altas notas su
licenciatura en filología hispánica; él, a lo más que pudo aspirar, fue a estar
detrás de aquel mostrador tan amado y odiado, como lo era su propia vida; pues
nunca había sido capaz de retener dos frases seguidas de ningún libro, o
atender a largas peroratas de un
profesor estirado, pese a que su suegro en un tiempo le dio la oportunidad de
hacerlo. Eligió pues, el poder de la posesión como defensa: la hizo suya como
si de un lingote inerte se tratara, celando siempre su robo, anulando su valía
para proteger su pertenencia.
—¿Se puede, señor Spencer? Disculpe la
hora, pero es que me he quedado sin huevos. Quisiera saber, si me podría vender
media docena.
Hacía su aparición como cada tarde y a última
hora, el telediario andante de la señora Watson. Un vejestorio solterón y
amargado con cara de bruja, que
acalorada por la visión atractiva del tendero, abrió un botón de su
abrigo de forma insinuante, y bastante ridícula por cierto.
—¡Señor Hill, no Spencer! —Protestó
éste, en un tono inaudible pero evidentemente molesto. Sin embargo, levantó la
vista con una falsa sonrisa: forzada y vomitiva… (¡El muy hipócrita!)—. Por
supuesto, guapísima… media docena y uno de regalo… ¡Aja! Aquí tiene...
—¡Qué amable es usted… tan guapo y tan
simpático! Siempre lo he dicho, desde que usted regenta la tienda, este lugar
parece otro. Ni punto de comparación con el viejo Bill. Imagínese, se atrevió a
echarme de aquí... Y total, sólo por decirle unas cuantas verdades a la cara… Y
no es que fuera mala persona, al contrario. Lo que pasa es que andaba
hipnotizado por la pécora de su esposa. Yo podría haberle dado otras mieles, ¿sabe?...
Pero, él se lo perdió. —Repitió con voz chillona, la misma anécdota añeja de
otras tardes, apoyando su antebrazo entre los huevos y el mostrador, abriendo y
cerrando aquellas puñaladas que tenía por ojos; en un intento, de hacerle probar al tendero,
aquello que ella llamaba mieles, que si acaso, alguna vez habían llegado a ser
pastosa melaza.
—Una verdadera injusticia, sí señora —le
respondió Norman, acercándose a la bolsa de huevos, a la vez que a su arrugada
nariz.
—Ya ve. Así es esta familia. Un nido de
mosquitas muertas, y perdone por la parte que le toca. Y encima con suerte. La
españolita esa, defendida a capa y espada por el zoquete de su marido. Y ahora
usted, cargando con el negocio familiar. Del que por cierto, ninguna de las
hijas quiso hacerse cargo. Una porque se largó, primero a un apartamento,
después al extranjero o algo así… En realidad, me parece que ni entre ellas se
aguantan. Siempre ha estado celosa de su hermana… Y la otra… Bueno, espero que
no me vaya a echar también a la calle por hablar de su esposa, como lo hizo el
señor Spencer. Además, no le voy a contar nada que usted ya no sepa. Pero esa amistad que tiene con el
sarasa… Bueno… pobrecito, yo no tengo nada en contra de ellos, después de todo,
nadie pide nacer con defectos… De todas formas… esa gente, suele tener la mente
depravada… Aunque si ha de tener una amistad… mejor alguien así. Por lo menos
no hay riesgo de… usted ya me entiende…
—Señora Watson… —La interrumpió, con las
tripas alcanzando el punto máximo de
ebullición—… Agradezco enormemente sus consejos… Es una conversación realmente
interesante, pero… —Sujetó disimuladamente su desesperación entre dientes.
Sosteniendo en todo momento, esa sonrisa abierta con alicates.
—¡Uyyyyy!
Claro que sí. Es muy tarde. Y yo aquí, entreteniéndole. Sólo espero que no se
haya molestado por lo que le he dicho. Lo hago con toda mi buena intención…Y es
que me cae usted tan bien. —Y cogiendo la bolsa de huevos, salió la cacatúa
orgullosa de su última siembra.
—¡Vieja asquerosa! —Susurró Sara, tras
casi darse de bruces contra ella.
—¡Te quieres callar! ¡¿Qué pretendes?! ¡¿Qué
te escuche esa bruja!? —Le recriminó Norman, fichando por finalización de
jornada laboral, esa amabilidad que hasta hace un segundo, todavía continuaba
en activo—. ¡¿Dónde estabas?!
—Comprando una revista —le respondió
ella, con la voz todavía congestionada por el llanto, sin mirarlo a la cara.
Cada vez soportaba menos su presencia. Sólo quería salir corriendo escaleras
arriba para perderlo de vista, aunque fuera por un rato.
—¡¿Tres cuartos de hora para comprar una
revista?! ¿A quién has estado llorándole las penas? ¿A tu amigo el maricón? —Insinuó
sarcástico.
—Sólo he estado fuera diez minutos. Y no
le he llorado las penas a nadie, Norman.
Sin levantar la cabeza, aceleró sus pasos
hacia las escaleras de acceso a la casa para por fin quitarse de en medio, pero
la voz bronca de su verdugo la detuvo.
—Quiero que dejes el trabajo.
—¡¿Qué?!
¡¿Estás loco?! —Se giró hacia él, incrédula—. ¡Te di una segunda oportunidad
porque me prometiste que todo iba a cambiar! ¡Y una de las condiciones fue que
no ibas a impedirme trabajar fuera de casa!
Los temblores tomaron el control del cuerpo
de Sara. El miedo y la ira se habían apoderado de ella, de tal forma, que se
sentía morir.
—¡¿Y qué hay de tus promesas?! ¡Ni
siquiera eres capaz de cumplirme como mujer! —Le reclamó el energúmeno.
—¡Te dije que me encontraba mal, Norman!
—¡Y un cuerno, Sara!
—¡Estaba con el periodo, hijo de puta!
—¡Muy
bien!... ¡Insúltame… o denúnciame si lo prefieres! ¡Tengo todo el derecho del
mundo a hacerte el amor! ¡Tengo todo el derecho del mundo a que mi mujer me
responda, maldita sea!... ¡Vas a dejar el trabajo, porque no quiero que te veas
con él nunca más! ¡No te gusta la tienda!... ¡Perfecto! ¡Volvemos a habilitar
la habitación, y retomas lo de la restauración de antigüedades! ¡Así te entretienes!
¡No lo aguanto, Sara! ¡Por culpa de ese puto maricón de mierda estamos así!...
¡Todo estaba normal entre nosotros antes de que llegara a nuestras vidas!
—¡¿Todo estaba normal entre nosotros?!
¡¿Qué es normal para ti, Norman?! ¡¿Vivir casi en clausura arreglando cosas
viejas?! ¡¿Enfrentarme a tus estúpidos celos cada vez que un hombre me daba los
buenos días?!
—¡Te lo di todo! —Reivindicó el
putrefacto, con la vena del cuello en relieve.
—¡Regalos
materiales que ni siquiera podía usar por miedo a tu mente retorcida! —Le echó
ella en cara.
—¡Sabes qué nadie me ha enseñado a querer,
Sara! ¡No tengo otra forma de demostrar lo que siento! ¡Por lo menos, yo sí lo
intento! ¡¿Pero cómo voy a hacer con una mujer que me aborreció desde el primer
momento?!... ¡Tú eres la única culpable de mi comportamiento, de mi angustia,
de mis celos! —Hundió sus garras, en el punto débil de Sara.
De repente, a ella se le paró el corazón
cuando vio abrirse la puerta del negocio.
—¿Pasa algo, Sara? —Interrumpió un
muchacho.
—¡Ja! ¡Mira por dónde!... ¿Cómo es ese
dicho…? ¡¿Mentando al demonio y va y aparece?! —Arremetió Norman exasperado.
De estar en parada, el corazón de Sara pasó a
latir a ritmo de explosión: su marido había salido del mostrador, y estaba
encaminando sus pasos hacia el recién llegado.
—¡Harry, vete de aquí, por Dios! —Le
suplicó ella, temiendo lo peor.
—No, ¿por qué…? —Intervino Norman,
refregando arrogancia—. Déjalo que se quede, cariño. No hay que tratar mal a
los clientes. Y especialmente, si son amigos de la familia, ¿verdad? —Ironizó
el iracundo, de una forma peligrosa y sarcástica.
Pero el muchacho no se dejó intimidar. Pese a
no medir más de un metro sesenta y ocho, y de su complexión endeblucha: se
mostró entero, inamovible; devolviendo en todo momento la mirada a su agresor.
Sus grandes ojos azules ni siquiera parpadearon; lo oscuro de su pelo, que
siempre hacía resaltar su blanca piel, se veía ahora atenuado, por lo rojo de
su faz. La inquina que sentía hacia Norman, era tan palpable, que casi abruma a
su adversario.
—¿Algún problema? —Continuó Norman con la
función—… A lo mejor se te ha acabado la vaselina… Upps, mala suerte… No
vendemos vaselina aquí, ¿verdad, mi amor?
—¡Asqueroso cabrón, hijo de puta! —Se
abalanzó Harry harto de improperios, como si algo lo hubiera empujado por
detrás. Algo, que no era otra cosa que las ganas que le tenía a aquel pedazo de
carne; que de repente, había estallado en carcajadas, pues ni siquiera lo llegó
a tocar, al interponerse Sara entre ellos.
—¡Patético! —Espetó Norman en tono
jocoso, mientras continuaba desternillándose.
Ella intentaba persuadir a Harry, empujándolo
hacia la puerta. Quería evitar un mal enfrentamiento como fuera.
—¡Basta ya, Harry! ¡Basta! ¡Por favor,
vete!
—¡No
pienso dejarte aquí con este psicópata! ¡Se escuchan los gritos desde la calle!
¡Por Dios, Sara! ¡Reacciona! —Rehusó, apoyado ya contra el cristal de la
entrada, agarrando suavemente aquellas manos que empujaban su pecho para
despedirlo.
—¡En
todo caso, es mi vida… y mi marido, Harry! —No quería herirlo con sus palabras,
pero era la única forma de hacer que éste se fuera—. Por favor —le imploró,
esta vez, utilizando un tono más suave—. Vete
Aquella última mirada cuajada en lágrimas, lo
hizo ceder. Sólo por ahora. Sabía que todo estaba llegando a su límite, y temía
el final… le aterrorizaba. Por eso, permanecería expectante pese a ella, para
que no se repitiera la pesadilla.
Por fin, abrió la puerta y salió, dialogando
a través de sus ojos con Sara, telepatizando un “estaré aquí al lado”, a la
otra parte de su alma, que iba a dejar sola
con semejante energúmeno.
Tan pronto cerró la puerta, Norman puso fin a
aquel particular festival de risotadas, y dirigió sus pasos hacia ella.
—¡Norman!... ¡Déjalo! ¡¿Qué vas a hacer?!
—Lo detuvo, creyendo que saldría detrás de su protector para continuar la
pelea.
—Cerrar la puerta con llave, cariño… ¿O
es que te apetece recibir más visitas inesperadas?
Dio dos vueltas a la cerradura, y echó la
persiana interior de la entrada. Ahora, Sara estaba atrapada entre aquella
puerta y el cuerpo de él: respirando su aliento, sintiendo su olor, y aquella
mano rasposa y ruda que rozaba la piel de su cuello, hasta llegarle a la
apertura de su blusa.
Norman miró hacia los pequeños escaparates de
los lados, y se cercioró de que también estuvieran cubiertos: nadie les podía
ver. Decidió controlar su tono de voz: “El maricón tenía razón. Los gritos se
podían escuchar desde la calle, y eso no le venía nada bien al negocio, ni a su
reputación”.
—¿Por qué tiemblas?... No soy un
monstruo... No sabes lo que daría porque me desearas la mitad de lo que lo
deseas a él… Me estoy volviendo loco, Sara —susurraba, excitado sobre su
cuello.
Ella
sintió nauseas.
—No sé de dónde sacas eso, Norman. Harry
es sólo un buen amigo.
—Sí. Ya lo sé. Pero sólo es un buen amigo
porque cojea del otro lado, ¿verdad? Porque a ti te excita. Puede que cualquiera
lo haga más que yo… Esa es la historia de mi vida. Siempre hay alguien más querido.
Desde pequeño, en ese odioso orfanato.
El iracundo rozaba con su nariz las mejillas
de Sara. Ella estaba rígida, casi sin respiración, deseando perecer; aunque al
mismo tiempo, sentía tanta pena por su marido que se ahogaba.
—Norman. Por favor… —le rogaba, bañada en
babas y sudor ajenos.
—¡¿Pero qué tengo que hacer para que me
veas como a un hombre y no como a una babosa?! ¡¿Dime?! ¡Sólo te pido que me
ames… o que lo finjas por lo menos! —Volvió a perder el dominio de su habla.
Como un poseso, le puso la mano a Sara en el
cogote, separándola de la puerta; y tiró de ella hacia las escaleras,
agarrándola por los cabellos.
—¡Norman, por favor!... ¡Por favor! ¡Te
lo ruego! —Lloraba e imploraba, desesperada por la condena.
—¡Cállate! ¡Soy tu marido, maldita sea!
¡No quiero escuchar ni un solo grito más, ¿me entendiste?! ¡No voy a estar en
boca de todos por culpa de tu escándalo! ¡Cuando lo único que estoy reclamando,
es el derecho a estar con mi mujer! ¡Es eso mucho pedir, ¿eh?!
La arrastró escaleras arriba. Abrió la puerta
del salón y la arrojó contra el sofá. Se desató el pantalón y se le echó
encima. Sara cerró los ojos resignada, y se agarró a la tela del asiento con
fuerza. De pronto, él se detuvo.
—No. Otra vez no. Así no. Merezco que mi
mujer me haga sentir hombre, no una alimaña… ¡Vamos, levántate!
Pero ella era incapaz de ejecutar movimiento
alguno. No era dueña de su cuerpo en ese momento.
—¡Qué te levantes! —Ahogó el grito. Y la
obligó a incorporarse agarrándola por el cuello—. Voy abajo, a terminar de
cerrar y a hacer las cuentas… ¡Y tú! ¡Te vas a lavar la cara! ¡Vas a dejar de
llorar! ¡Te vas a poner aquel camisón negro que te regalé! ¡Y me vas a esperar
en la cama!... ¡Vamos a hacer el amor como Dios manda, ¿entendido?!... Me lo
debes —sentenció, dejándola caer de malas maneras en el asiento.
Sin mirarla, se dirigió hacia la salida, y
abandonó la habitación dando un portazo.
Ella, llena de rabia, descargó su impotencia
golpeando con todas sus fuerzas aquella puerta recién cerrada; pero el dolor de
sus lastimadas muñecas al chocar contra la madera, la hizo encoger. Resbaló
entonces su cuerpo vencido contra la entrada, hasta sentarse en el suelo,
barriendo con su oscura melena el fino barniz del acceso. Contempló el salón.
Aquella habitación donde había compartido juegos, risas de infancia: era su
cárcel dorada.
Entreteniendo sus pupilas con el vaivén del
péndulo del viejo reloj, sólo esperaba el momento; permanecía estática, con el
suelo como cojín y la puerta como respaldo. Hasta que aquel reloj dejó de ser
su referencia. Miró a una fotografía que había sobre la mesilla, junto al sofá,
en la que Norman sonreía: la agarraba feliz y orgulloso; parecía alardear de lo
que tenía entre sus brazos; apenas tenían 18 y 21 años en esa foto. Se
preguntaba, desde cuándo se había ido todo al traste. El porqué, lo tenía
asumido: estaba anulada como mujer.
Media hora después, los pasos de Norman
subiendo las escaleras la sacaron de un nuevo estado cataléptico. El estómago
se le encogió; los teléfonos de la tienda y
de la mesilla sonaron, y Norman se detuvo. Parecía estar volviendo al
detal para coger la llamada; pero no se sintió más tranquila por ello. Sin
gesticular, se levantó lentamente, cuidando de sus doloridas muñecas y se sentó
en el sofá. Se rodeó ella misma con sus brazos, y comenzó a mecer su cuerpo.
—Dios, ¿por qué no puedo? Todo sería tan
distinto. Sé que sería distinto. —Se
lamentaba.
Y diciendo esto, se percató de que algo
vibraba en su bolso: la pantalla de su móvil mostraba el nombre del hombre, que
la hacía desear vivir y querer morir al mismo tiempo.
“Sara
no lo cojas”; repetía su mente aquel consejo, al tiempo que su corazón rehusaba
oírlo; y deslizó su dedo sobre el auricular verde dibujado en el display.
—Sara, ¿puedes hablar? ¿Estás bien? No
iba a llamarte, pero estoy desesperado.
—Harry… —Las palabras fueron vetadas por
la angustia, sus cuerdas vocales anudadas por el desconsuelo, y comenzó a
llorar.
—Sara, ¿qué es lo que ha pasado? ¿Qué te
ha hecho ese hijo de puta?
—Nada. No me ha hecho nada. Quiere que
deje el trabajo en el instituto. Eso es todo.
—Cariño. Ya no sé cómo pedírtelo. No sé
qué más decir o hacer para que entres en razón. Esta mañana, cuando cogiste los
libros, la manga de tu sweater se alzó y vi los hematomas en tus muñecas… Voy a
denunciarlo, Sara.
—No. Tú no lo entiendes, Harry.
—¿Qué
es lo que tengo que entender? ¡¿Dime?! ¡Por Dios, Sara! ¡Acabará matándote!
—Tengo que colgar. Está a punto de subir
y no quiero que me encuentre hablando contigo.
De pronto, un gran estruendo congeló la
conversación.
—Sara, ¡¿qué ha sido eso?!
Aquel estrépito, no sólo había llegado hasta
Harry a través del auricular: fue tan atronador y continuado, que las ondas
sonoras atravesaron la calle, hasta llegar a su vivienda, casi justo enfrente
de Spencer’s.
—No lo sé, Harry. Viene de abajo —contestó
ella sobresaltada, a la vez que descolocada por lo inesperado de la
estridencia.
—¡No te muevas de ahí, ¿me oyes?!
Totalmente prendido en pánico, Harry corrió
hacia la puerta de su casa móvil en mano para averiguar. Se horrorizó al ver la
escena. Pudo verlo todo porque, las persianas interiores de la tienda habían
desaparecido de los escaparates. El juicio de Norman acababa de morir, después
de una larga agonía. Estaba destrozando el negocio: golpeando los cristales de
las vitrinas que saltaban en añicos, tirando estanterías, ayudándose con
alaridos que reforzaban aún más si cabe, aquella extraña locura destructora.
Harry, inerte en el dintel de su puerta,
había olvidado hasta lo innato de la respiración. Intentó llamar a la policía,
pero su mente estaba bloqueada. En ese momento, no entendía de números ni
letras. Miraba al móvil, como si aquello sólo fuera un mero trozo de metal y
cristal, y lo dejó caer al suelo (acompañando al impacto del aparato, un
particular quejido de impotencia y desesperación, proveniente de su dueño).
Detrás de la puerta, había una bolsa con palos de golf, Víctor se la había
dejado olvidada en su último viaje. No pensó más, sabía que sus neuronas no
iban a conectar, tampoco había tiempo; así que cogió uno de los palos, y salió.
Atravesó una muchedumbre de zombis que se habían congregado en el lugar. Nadie
hacía nada, excepto mirar y parlotear, por lo menos eso le pareció a él.
Para
Sara, se había hecho ahora el silencio; ya no se escuchaban golpes, pero si
unos pasos subiendo las escaleras hacia el salón. Anduvo entonces hasta la
puerta, encubridora de aquel fóbico enigma, con la mano puesta en su corazón
fibrilado. Echó la cerradura, y puso el oído en la madera. Alguien movió el
pomo, y ella perdió el control del aire: tal vez se trataba de algún ladrón o
maleante, o tal vez se trataba de Norman. No sabía quién podría ser peor en
aquella maldita tarde. De repente, un sonido de llaves, el pestillo giró. Ella
se retiró de la entrada y tragó saliva. La puerta se abrió lentamente: el
mismísimo demonio encarnado en su marido, parado enfrente de su hálito.
—¡Puta! —Gritó Satanás, con el gesto
desencajado; y volcó su fuerza cobarde contra el frágil cuerpo de su mujer—.
¡Voy a mataros a los dos! ¡Por eso no podías estar conmigo! ¡Te lo estabas
follando, ¿verdad?! ¡Os habéis reído bien de mí! ¡Ríete ahora, maldita zorra!
¡Vamos, ríete! —La acusaba dando alaridos, mientras profanaba lo más sagrado, y
abría llagas incurables en ella; engurruñada en un rincón, aguantando los
golpes, rogando el final.
Pero el inhumano detuvo su crimen, escuchó
como alguien rompía los cristales de la
entrada de la tienda—. Tiene que ser él… —imploró a los abismos, al tiempo que
se chupaba el nudillo ensangrentado, y giraba la cabeza hacia la puerta,
esperando la consolidación de su venganza.
Sara se levantó. Aunque le costaba la vida
cualquier tipo de esfuerzo, aprovechó que Norman le estaba dando la espalda.
(Aturdida por los golpes y la falta de oxígeno, pues cada inspiración que intentaba,
simulaba cuchillos ahondando en su costado). Forzó aquella muñeca, cuyo dolor
comparado, se intuía ahora insignificante, y agarró el marco de la puerta del
dormitorio, para poder siquiera encorvar su tronco sobre las piernas.
—Norman. —Alcanzó a rozar con su mano, la
piel de uno de los brazos de su marido. (Si Harry estaba abajo, tenía que
detenerlo). “Lo va a matar, Dios mío”; lamentaron sus adentros—. Norman —lo
llamó de nuevo.
El maldito giró la cabeza hacia ella. Por un
momento, víctima y verdugo conectaron. Sara lo agarraba del antebrazo, aunque
prácticamente, se sostenía en él. Norman sonrió, un poco de baba resbaló por la
comisura izquierda de su boca. La cogió del cuello. Ella temblaba y boqueaba,
sentía el rictus del miedo en sus carnes, a la vez que olía el podrido aliento
de su ejecutor. El criminal acentuó la sonrisa, le dijo “adiós” con la mirada,
y la estrelló contra el aparador. La sien de Sara dio contra el pico del
mueble: desvaneció en el acto. Una contracción de placer, sacudió el cerebro de
Norman: definitivamente, la visión de su mujer muerta, le había hecho alcanzar
el clímax. Por supuesto, necesitaba más; y el siguiente sujeto a abatir, seguro
acrecentaría aquel deleite asesino.
En las escaleras, se encontraron las dos
sombras: la mala arrolló a la buena; la buena acabó cayendo de espaldas sobre
las latas esparcidas en el suelo del detal, y perdió su defensa (aquel palo de
golf). El maldito le hundió la bota en el estómago.
—¡Conseguiste tu propósito, asqueroso
maricón! Ya no es mía… ¡Pero tampoco va a ser tuya!
Con el pie, Norman alejó el palo de golf de
la cercanía de Harry. El cuerpo del muchacho se retorcía por la caída y la
fuerte patada; quería incorporarse, pero ni siquiera podía respirar.
Lento, como si lo tuviera todo fríamente
pensado, el criminal se dirigió al mostrador del embutido, (no sin antes avivar
la asfixia de su víctima, propinándole un nuevo golpe en el abdomen). No
tendría que andar mucho, el mostrador estaba justo al lado. Cogió un afilado
cuchillo de 30 centímetros de hoja y lo transportó acero hacia abajo,
camuflándolo sin pretenderlo entre el delantal y su pierna.
Entonces, las alarmas de la policía sonaron;
y Norman se detuvo un momento, sólo un
momento: ¿Qué le importaba la policía? Lo único que le interesaba era poder
manejar la muerte a su antojo.
Harry intentó incorporarse, pero el infame
volvió a noquearlo…
—¿Es usted el dueño del local?... Hemos
recibido un aviso de robo. —Dos policías entraron, y el intento de asesinato se
congeló. El cuchillo, continuaba invisible entre las faldas de Norman.
(El local destrozado, un muchacho tirado en
el suelo boqueando, tosiendo, respirando con dificultad; y el presunto tendero
de pie con la mirada enloquecida, y salpicaduras perdidas de sangre en su
blanco delantal: escena, víctima y ladrón… Sin embargo, todo bastante
desconcertante).
—No se mueva de dónde está, ¿de acuerdo?
—Advirtió el mayor de los agentes, con los ojos fijos en el tendero—. ¿Puede
explicarnos qué ha pasado aquí?
No hubo ninguna respuesta, si acaso, el ruido
de las neuronas de Norman trabajando a pleno rendimiento, calculando el próximo
paso.
—Frank, acércate al que está tirado en el
suelo, y comprueba su estado. —Volvió a intervenir el veterano.
Todo transcurría a cámara lenta para aquellas
cuatro mentes de la habitación. Hasta que una descarga eléctrica irracional,
convirtió al brazo del putrefacto en ejecutor. No podía permitir que nadie le
arrebatara a su presa, así que lanzó el cuchillo contra el agente que caminaba
hacia Harry. El arma: pudo haber caído en el suelo, pudo no haber tenido un
destino fatal; pero lamentablemente, acabó atravesando el pecho del joven
policía.
Harry levantó la cabeza, vio al muchacho
caer, distinguió la muerte en su rostro; escuchó seguido un disparo, a los
zombis gritando en la calle, mientras otros dos agentes en el exterior,
mantenían a raya a la muchedumbre.
El policía veterano había herido a Norman en
el hombro, pero Harry ni siquiera se paró a averiguar, lo único que le
importaba estaba en el piso de arriba.
—¡Me cago en la leche…! ¡Alto! —Apuntó el
veterano con el arma a Harry, mandándole parar.
Pero no paró. Y el corazón pareció
abandonarle, cuando después de subir las escaleras, vio las piernas de trapo de
aquella mujer, que lo era todo para él, sobresaliendo desde detrás del sofá.
—¿Sara…? ¿Sara?
Sin fuerzas, comenzó a caminar hacia el
cuerpo. Con cada paso, iba reviviendo escenas de su infancia: una joven
muchacha yacía en el suelo, ante los ojos azules de un pequeño de nueve años. Y
se miró las manos, las tenía empapadas de sangre: una sangre que sólo él veía,
que sólo él sentía, en este presente, que nunca consiguió secar aquella
sanguina humedad de sus dedos.
—¡Sara, por favor! —Cayó de rodillas, ante
la figura inmóvil de su niña—. No, mi princesa. —Acariciaba su rostro, con la
mano temblorosa. Esperando quizás, algún indicio que le dijera, que no había
motivos para sentir aquella angustia, ni aquel dolor—. ¡No! ¡No! ¡No! —Lloró desconsolado,
hasta sentir desprendérsele el gaznate.
—¡Inspector…!
¡Suba aquí arriba, traiga un médico!
Enseguida, Harry tuvo compañía.
—¡Vamos, levántese! —Luchaban por
despegar al muchacho de ella.
El médico confirmó:
—¡Está viva!
CAPÍTULO II
Y
el sol ajeno a todo, volvió a dar a luz a un nuevo día, y le acarició con su
calor la mejilla, llenando de alivio a aquel cuerpo, hundido en sábanas
blancas. Todavía, lo ocurrido resonaba en su mente. Pero era tan grato el
silencio, que jugaba a soñar con la mentira. Respiró hondo: despertando ese
gesto de pretendido sosiego, una punzada en el costado que la trajo de vuelta a
la realidad.
Tenía tanto miedo de abrir los ojos; más sus
parpados no compartían ese temor, y ávidos de incertidumbre, liberaron sus
irises esmeralda.
El blanco de las paredes y aquel olor a
desinfectante clínico, le confirmaron rotundamente su ubicación. Su cabeza
parecía prestada, su cuerpo molido y lleno de dolores. Sólo había algo que la
reconfortaba: respiraba el mismo aire que él. Harry dormía en un sillón
reclinable, justo al lado de su cama. Ella lo contempló, sonrió anhelando lo
imposible. Sabía que para él, ella siempre sería una amiga, una hermana, pero
nada más. De todas formas, era mejor así. Definitivamente, no podía hacer feliz
a nadie. Lo cierto, es que sólo había traído sufrimiento y peligro a la vida de
Harry. ¿Y Norman? ¿Qué había hecho de él? No podía evitar ese sentimiento de
culpa, se ahogaba en remordimientos.
Seguro, que si muchos conocieran sus
memorias, la tacharían de masoquista, idiota o incluso loca. Pero quien esté
libre de pecado que tire la primera piedra. No juzgues si antes no lo has
visto, sentido o escuchado, porque la realidad puede acabar golpeándote, sin
que apenas te des cuenta de ello.
Cerró sus parpados de nuevo, reclamó a su
mente el consuelo del sueño. Pero el sonido de la puerta evitó el letargo. El
tercero en discordia, entraba en la habitación con un café en la mano, (ese
otro amigo que ocupaba el lugar deseado, la pareja de Harry). De mirada
penetrante y extraordinaria, pues sus ojos gozaban de la rareza de ser
desiguales: el grisáceo de los días nublados dominaba al izquierdo, mientras
que el dulce marrón del caramelo había sido derramado en su ojo derecho. Alto,
de complexión fuerte aunque un poco echada a perder, y con el pelo azabache
extremadamente anillado.
Aquél, vivía a caballo entre dos países, tal
vez por su mala cabeza. En España, compartieron durante un largo tiempo su
historia, Harry y él. Allí Víctor tenía su trabajo: una empresa familiar a la
cual no podía dar la espalda, además de, una vida llena de vicios, juergas, y
presiones familiares por culpa de su homosexualidad. El paso de los años, y la
lucha infructuosa contra aquella marea de infortunios, acabaron resquebrajando
la relación. Harry volvió a Inglaterra solo, y Víctor le siguió meses después:
le rogó, le propuso. No podía dejar su trabajo, su padre le desheredaría; pero
tampoco podía vivir sin su amor. Así que, como siempre, Harry no pudo soportar
el sufrimiento ajeno, y acabó aceptando una relación a distancia. Después de
todo, sus primeros años fueron así, y les había ido mucho mejor que con la
convivencia plena. Aunque hay roturas, que son imposibles de arreglar. Y Sara
se había convertido a los ojos de Víctor, en una especie de disolvente:
—¿Qué es lo que ha pasado, Sara? —Preguntó,
mientras la taladraba con la mirada, justo después de cerrar la puerta.
—No quiero hablar de ello, Víctor.
—Está bien… Lo siento —espetó de forma
seca, sin moverse del sitio—. Ha pasado aquí la noche, ¿verdad? —Desvió ahora
su mirada hacia Harry, que seguía entregado al sueño, sin darse cuenta de nada.
—Sí —respondió ella.
Por fin, percibió Sara movimiento en la
figura que hasta ahora, había permanecido con la espalda pegada a la puerta de
la habitación café en mano, rígida e inquisitiva.
Lento, Víctor se acercó a la mesilla, y dejó
el vaso humeante en un hueco. No hubo más miradas dedicadas a ella esta vez.
Sólo apoyó los brazos en el sillón donde lo suyo dormía, y lo besó: como un
macho bravío, marcando su territorio.
Y ella tuvo que mirar para otro lado, y
disfrazar aquella rabia que le comía las entrañas. Al principio, veía esas
muestras de cariño como algo normal y hermoso. Incluso a veces las envidiaba de
una forma sana. Pero el tiempo, fue clavándole el amor; y los celos y la
impotencia vinieron empaquetados junto a ese sentimiento. A pesar de que
luchara por evitarlo: era su segunda tortura.
Harry dio un repullo, y empujó la mejilla de su compañero de vida
bruscamente hasta separarlo. Su sueño era profundo, y no se esperaba aquel
beso; y menos encontrarse la cara de Víctor pegada a su nariz:
—¿Víctor?… ¿Cuándo has llegado? —Preguntó
con el habla jadeante; y el estómago rebotado por el súbito despertar.
—Hace tres horas —respondió éste,
alarmado por la apatía de unos labios no vibrantes, molesto por el rechazo.
—Harry… ¿Dónde está Norman? ¿Qué ha
pasado con él? —Los interrumpió Sara. Haciendo inconscientemente lo imposible por detener la escena entre
ellos dos. No podía más con su corazón, ni con sus pensamientos.
El ánimo de Harry dio un vuelco; aunque
odiaba volver a escuchar el nombre de Norman pronunciado por esos labios, la
voz de su niña lo llenó de alivio. Hasta ahora, Sara no había dicho palabra
desde que recobró el conocimiento: se había limitado a despertar y dormir.
Por fin, parecía que empezaba a
reaccionar.
Entonces, Harry miró a Víctor, solicitando la
apertura del encierro que éste formaba con sus brazos apoyados en la butaca. La
cólera, embotó los ojos del carcelero: abrió los brazos, lo dejó escapar,
mientras afilados hierros picaban un agujero en su estómago.
Harry se movió despacio, a pesar de su
premura por verla a ella. En realidad,
le dolía cada músculo, hueso y entraña de su ser (el enfrentamiento con Norman
también lo había dejado molido). Se sentó junto a Sara y le acarició la
mejilla. La electricidad le recorría todo el cuerpo al mirarla, pero no quería
darle nombre a aquella descarga:
—Él no volverá a hacerte daño, cariño. Se
terminó, Sara. Descansa.
Las lágrimas resbalaron por el rostro de
ella, mientras sentía el calor de la mano de él.
“¿Se terminó?”; cuestionó la mente de la niña aquella
alabanza lejana.
Para salvarse, debía poner a Norman en el
sitio que le correspondía: en el de verdugo y no en el de víctima; y por ahora,
para ella, eso era imposible.
De repente, una sensación extraña fue
apoderándose de su frágil cuerpo, impidiéndole respirar. Era como si toneladas
de piedras hubieran sido volcadas sobre su pecho: sentía el corazón en la
garganta, y la repentina taquicardia le hacía muy difícil la inspiración.
—¡Sara, cariño!… ¿Qué?... ¡Dios!...
¡Víctor, quédate con ella! ¡Voy a buscar al médico! —Harry salió apresurado de
la habitación, con los nervios de punta y el sabor del desaliento inundándole
la boca. Norman estaría detenido, pero su veneno corría rápido e incansable por
las venas de su niña.
Y Víctor todavía no podía creérselo: iba a
perderlo. Iba a perderlo por una mujer: una idiota inconsciente con cara de
cría, que había fastidiado su propia vida y las de aquellos que la rodeaban.
Hincó sus ojos en ella, hipnotizado por la maldad; y vomitó unas ganas de
llorar que se le quedaron retenidas en los mofletes, sin llegar a explosionar:
“¡Ojalá, te mueras!”; deseó su mente aturdida, y confundida por aquel
aborrecimiento que se gestaba a ritmo vertiginoso en su interior. Lleno de ira,
dio un manotazo al café ya tibio, que cayó al suelo salpicándolo todo.
Desde un principio, había ingerido aquella
historia de Sara como una causa ineludible. Se involucró tanto como su pareja.
Aunque nunca buscó el auxilio ajeno. La vida de aquella mujer, le importaba
tanto como le podría importar lo fuerte que soplara el viento. Pero hubiera
sido inútil luchar contra la corriente, e inteligente caminar a la par con
aquello que Harry concebía como una cruzada propia. Se suponía que todo esto,
reavivaría su relación. Ni por un minuto se pudo imaginar: que acabaría lanzado
por la borda. Nadando a la deriva.
El doctor lo empujó, la enfermera entró en la
habitación y le inyectó un líquido transparente en la vía a Sara. Él continuaba
absorto en sus tortuosas
divagaciones.
—Por favor, señor. Le agradecería que
esperara fuera.
Reaccionó: —Sí, como no.
La enfermera se miró el zapato, se acababa de
dar cuenta de que estaba pisando líquido.
—Lo siento. Con los nervios se me ha
derramado el café. —Salió de la habitación; a veces regresando a su película
mental, otras captando las miradas del equipo sanitario y la agitación del
momento. Pero tocó con los pies el suelo, cuando vio a Harry en el pasillo,
abatido y hablando solo.
—Toma tu móvil. —Llamó su atención.
—¿Qué? —Contestó Harry; como si le
estuviera entregando un insólito artilugio.
—Tu móvil… Estaba tirado en el suelo, en
la entrada de casa. El cristal del
display está roto; pero funciona, lo he comprobado.
Aquél cogió el teléfono, pero ni siquiera
soslayó a Víctor, y se lo guardó en el bolsillo—. ¿Cómo has entrado? Tengo
entendido que no permiten visitas hasta la tarde —soltó, con la voz más allá
que acá.
La enorme efusividad y alegría que había despertado
en Harry el regreso de Víctor, era aplastante; y provocó irónicamente la
sonrisa en su pareja:
—Sabes que cuando algo me interesa, no
paro hasta conseguirlo —espetó—. Por esa regla de tres, yo también te podría
hacer a ti la misma pregunta. Hasta donde yo sé, sólo eres el vecino de Sara.
Sin embargo, estás aquí, ¿no?
—La hermana de Samantha trabaja en el
hospital. Ella habló con los doctores. Sara no tiene a nadie más aquí y lo
sabes —rotunda respuesta, con el enojo a flor de piel.
“Cómo no: Samantha”; criticó Víctor para sí
la cargante aparición del último fichaje de Harry en sus comidas de coco.
Últimamente la tenía hasta en la sopa. Aquella trabajaba con él y con Sara en
el instituto.
—Creía que llegarías el veintitrés —continuó
Harry con la misma línea de bienvenida.
—Y yo creía que te daría una sorpresa, no
que resultaría sorprendido. Aunque todo esto era cuestión de tiempo, ¿no? Los
dos sabíamos que ocurriría tarde o temprano.
Harry lo miró, desconcertado y dolido por el
tono sarcástico con que había cargado esa última frase.
Entonces, la puerta de la habitación se abrió
interrumpiéndolos, y a Harry le faltaron pies para abordar a la enfermera.
—¿Cómo está?
—Más tranquila, no se preocupe. Ahora
sale el doctor y le informa.
Víctor casi se muere envenenado por la furia.
Si pudiera lo estrangularía con sus propias manos. Era el colmo que ni siquiera
tratara de disimular aquella repulsiva adoración. Los celos lo estaban
volviendo loco, y esa locura lo estaba llevando a cometer tonterías. Había
mentido a Harry en su fecha de llegada, llevaba tiempo siguiéndole: en las
salidas del instituto, en alguna que otra escapada con Sara a un café. Y aunque
no tenía nada que reclamarles, él podría reprocharles todo. Respiró hondo e
intentó calmarse; retomó la conversación por donde la había dejado:
—¡No
puedes imaginarte lo que sentí está mañana, cuando me bajé del taxi y vi todo
el follón! Luego, esa vieja… la Sra. Watson, me abordó nada más salir del
coche, como si hubiera estado al acecho, como si mi cara fuera el plato fuerte
de su desayuno… Me dijo que habían intentado robar en la tienda, y que había
dos muertos… ¡Casi me da un infarto al ver que no estabas en casa…!
De acuerdo… Víctor tenía razón. Estaba siendo
injusto con él. Porque no estaba teniendo en cuenta sus sentimientos. Quizás,
porque desde hace un tiempo a esta parte, lo único que deseaba era tenerlo
lejos. Lo quería. ¿Lo quería?... Todavía sentía algo por él, lo supo ahora, que
lo tenía cerca. Tanto, que casi le estaba pisando la punta de sus zapatos. Tal
vez, estaba errando el camino. Tal vez, aún lo necesitaba. Tal vez…:
—Ese maldito hijo de… se volvió loco.
Mató a un policía y casi la mata a ella, Víctor. ¡Creí que me faltaba la vida cuando
la vi tan quieta en el suelo con la cara ensangrentada!... Fue como volver a
estar allí. Como volver a revivirlo todo. —Se llevó las manos a la cabeza e
introdujo sus dedos entre sus oscuros cabellos.
Aquello hundió más a Víctor. Porque a pesar
de su cercanía, Harry estaba demasiado lejos. Sin embargo lo acarició, y el
tacto de su piel continuaba quemándole, quizás hoy más que nunca:
—¿Es qué ha habido algún día en que hayas
dejado de revivir aquello? Lo que te pasa ahora va mucho más allá, aunque te
empeñes en negarlo.
—¿Qué quieres decir?
—¡¿Y de qué sirve que te lo explique,
Harry?! Volverás a desdecirme.
—¡Por Dios, Víctor! ¡Basta ya! —Se soltó
de las manos que le estaban dando refugio. Salió rebotado hacia la otra pared—.
¿Sabes?... ¡Estoy cansado!... ¡He pasado la noche entre la comisaría y el
hospital! ¡Ayer viví una pesadilla! ¡Estoy haciendo de tripas corazón para no
derrumbarme, porque hay una persona que me necesita! ¡Que NOS necesita! ¡Norman
estará detenido, pero el infierno no ha terminado, y no va a poder superarlo
sola!
—¡Ese infierno es su elección! —Boqueó
Víctor. Se había prometido que no iba a perder el control, que llevaría las
cosas de forma inteligente. Pero no podía contenerse más. (Aunque los dos
ahogaran sus gritos, para no dar un espectáculo en mitad del pasillo. Harry no
quería que nada de esto llegara a oídos de Sara, y Víctor tenía demasiadas
cosas que decir como para que acabaran echándolo del hospital)—. ¡Ya le
tendimos una mano en su día, ¿recuerdas?! ¡La ayudaste a buscar trabajo, tenía
una oportunidad de vida, y acabó tirándola por el wáter! ¡Ella solita volvió
con él! ¡Y ahora ha vuelto a nombrarlo en la habitación! ¡¿No te das cuenta?! —Tenía
que hacerlo entrar en razón.
—No sabes lo qué dices. Y éste no es
sitio para hablar, Víctor.
—¿Ah, no? Entonces, ¿cuál es el sitio
para hablar? Para hablar de nosotros.
—Víctor… ¡Por Dios!
—Yo te amo, Harry. Y sé que todo puede
volver a estar bien. En cuanto nos alejemos de todo esto. En cuanto nos
alejemos de ella. Regresa conmigo a España, Harry. Todo será diferente. Yo te
prometo que… —El ruego acompañó a las manos, y volvió a tocarlo, y volvió a
sentirse morir. Y un nuevo rechazo, le desgarró por dentro.
—No voy a volver contigo a España. Me
duele verte así. Pero no voy a darle la espalda a Sara por culpa de tus
absurdos celos.
—¿Absurdos? —Se separó definitivamente de
él—. ¿Crees qué no me he fijado en cómo la miras? ¿En cómo le hablas? ¡Maldita
sea, ella es el centro de tu mundo! —Gritó. Y esta vez no le importó las
miradas de los demás.
Y ya
no hubo palabras. Todas sobraban en este momento: no había posibilidad de
rebatir, no había nada que rebatir. También los reclamos se habían agotado.
Víctor se dio la vuelta. Sabía exactamente
cuál sería su camino a partir de ahora: pasillo abajo, hasta llegar al
ascensor; lejos de aquellos ojos azules que lo turbaban, lejos de aquellos
labios, que deseaba besar.
Pero el corazón de Harry seguía latiendo, y
le marcaba el ritmo; aunque no debía escucharlo, no debía hacerle caso. En
definitiva, aquel músculo sólo decía sandeces: las mismas que Víctor le
repetía, una y otra vez. Y estaba harto. Por eso escucharía a su cerebro, y su
razón únicamente enfocaba a aquella habitación. Sin embargo, sus ojos
retornaron al pasillo: ya no había rastro de Víctor, había desaparecido. Paró
un momento. Volvió la vista hasta el punto. Era ella. Había regresado. Rachel,
la hermana de Sara estaba allí. Y entonces sintió como si agua fresca lavara su
cara, porque todo sería más fácil ahora, lo presentía…
Salió corriendo sin pensárselo, y los dos
acabaron abrazados en mitad del corredor. Ella lloraba desconsoladamente, y él
estaba salvado entre aquellos brazos.
Rachel era melliza de Sara, no idénticas, al
menos en el carácter, y en el color del
pelo y los ojos: pues tenía la melena pelirroja y encrespada, y los irises de
color marrón profundo. Estuvieron siempre tan unidas. Hasta que Norman
consiguió separarlas.
—¡Dios! ¿Qué haces aquí…? ¿Cuándo has
llegado…? ¿Cómo sabías…? —Iba enlazando Harry todas aquellas preguntas, una
tras de otra, sin soltarla del abrazo; sintiéndola en esos momentos, más
hermana suya que de nadie.
—Llegué hace un rato… —contestó Rachel,
tragando un buen buche de saliva y lágrimas—… He visto la tienda destrozada y
precintada. He tocado en tu casa, pero no había nadie. Pregunté a Tom Morris,
pero estaba igual de desconcertado que yo. La policía estaba haciéndole
preguntas… Después, cuando averiguaron quien era yo, empezaron a hacérmelas a
mí. Me preguntaron sobre Norman, sobre la relación de mi hermana con él y sobre
ti… Ellos me dijeron que estaba en este hospital… porque está bien, ¿verdad?…
¡Lo primero que se me vino a la cabeza es que ese hijo de puta la había matado!
—Temblaba, estaba hecha un verdadero manojo de nervios.
—Sí, está bien, Rachel… ¡Vamos,
tranquilízate!… Ahora va a necesitar mucho de nosotros. Mucho de ti. —La
sosegó, enjugándole con la mano el llanto.
—¡Es que jamás debí marcharme! Pero no
podía seguir viendo como ella misma permitía que ese maldito la destrozara… ¡No
entiendo por qué demonios volvió con él! ¡No me entra en la cabeza!
—Lo único que importa es que estás aquí,
Rachel. Lo motivos o el pasado dan igual.
—¡Estaba cabreada! ¡Sigo estándolo,
Harry! ¡Con mi hermana, conmigo misma! ¡No es justo! ¡Maldita sea!
Harry la contempló en silencio. Comprendía
perfectamente su rabia, su frustración. Entonces Rachel respiró, se dio un poco
de espacio y reflexionó. Y aquella reflexión la hizo sentirse abrumada por lo
que había significado y significaría en la vida de su hermana, aquel hombre que
tenía delante:
—En cambio tú. Sigues aquí, con ella. No
te has apartado ni un sólo día, ni un sólo segundo. Si mi hermana respira no
tengo dudas que es gracias a ti.
—No, Rachel. Tu hermana está viva porque
tuvo suerte al recibir los golpes. Ayer me bloqueé, llegué demasiado tarde, el
pánico me invadió. Minutos antes andaba de gallito enfrentándome a Norman, y en
el momento preciso, le tuve miedo.
—¿De dónde te sale todo ese amor, Harry?
—Le preguntó ella admirada, buscando explicación para tanta entrega.
—¿Qué dices? —Consiguió ruborizarlo.
—La gente tiene demasiada prisa, Harry.
Y demasiados problemas como para detenerse en lo ajeno. Sin embargo, tú y
Víctor. No creo que tenga vida suficiente como para agradeceros todo lo que
habéis hecho por ella… Y sobre todo tú, Harry. Ni yo que soy hermana he podido
aguantar la presión… —Rachel calló otra vez, le tocaba el turno a su cerebro. Pronto,
se abochornó al recordar—… Ni siquiera sé cómo comportarme cuando pueda entrar
a verla. No te imaginas la de cosas que nos dijimos mutuamente… ¡Y todo por ese
hijo de…! —Apretó los dientes, chirrió el alma.
Aquella pareja de hombres amantes, fueron
luz entre tanta oscuridad. Harry supo ver enseguida lo que nadie vio en aquella
muchacha, por aquel entonces, totalmente extraña. Como clientes de Spencer’s y
vecinos se dieron a conocer un día, y como clientes fingieron acercamiento
hacia aquél, que ya, solía revolver las tripas a Harry con tan sólo su
presencia. Aunque Norman nunca pudo adivinar las verdaderas intenciones del
muchacho. No le agradaban los gais, (los maricones, como él acostumbraba a
llamarles), pero tampoco tenía muchos amigos. Así que la fuerza que marca el instinto
de pertenecer a un grupo, hizo que empezara a ver a Harry con otros ojos. Más
aún, después de conocer su condición de huérfano: encontró en ello, un punto en
común. Además, el hecho de que fuera homosexual, le daba cierta tranquilidad.
Creyó que el inofensivo “maricón” nunca le arrebataría su más preciado tesoro,
su pájaro enjaulado. Así, poco a poco Harry fue tanteando la ponzoña, poco a
poco fue acercándose a la niña triste de ojos verdes que callaba, y que pasaba
casi la totalidad de su día, restaurando pequeños muebles o pinturas viejas que
Norman le conseguía para su distracción, como si de una monita de feria se
tratara. Y hasta hoy, no había dejado de luchar, ni pararía hasta que su
princesa, sonriera llena de libertad. Entonces, daría el círculo por cerrado y
la guerra por ganada.
Por todo ello, para Rachel no existían
palabras que describieran esa hazaña de amor, ni al héroe que la había llevado
a cabo.
De pronto, la puerta de la habitación se
abrió. El médico salió, claramente afectado. La situación no era grave ni mucho
menos. Pero Sara lo había conmovido. Se había agarrado a su mano de forma
inconsciente, y no lo soltó hasta que la languidez de los tranquilizantes lo
hizo por ella. Aquel veterano facultativo, tenía muchos años de experiencia.
Pero también tenía una hija de la edad de Sara. Sólo el pensar, sólo el
comparar… No lo hubiera dudado, se hubiera cargado a aquel hijo de mala madre.
¿Cómo podían existir semejantes destructores de la voluntad y del cuerpo?
—Doctor… ¿Cómo está? Ha sido una crisis
de ansiedad, ¿verdad? Anoche su compañero me dijo que no existían lesiones
físicas graves. —Se abalanzó Harry, en
cuanto dio dos pasos el médico fuera de los lindes de la habitación, nada más
cerrar la puerta.
El doctor se repuso. Ante todo era un
profesional, y tenía que transmitir seguridad y tranquilidad. Porque eso es lo
que precisamente necesitaba su paciente en estos momentos.
—No se preocupe. Como le dijo mi colega
anoche no hay lesiones físicas graves. El golpe que sufrió en la cabeza y su
estado de inconsciencia, eran nuestro principal motivo de preocupación. Sin
embargo, los resultados de las pruebas son completamente favorables. Por esa
parte, pueden estar tranquilos. No obstante, quiero tenerla un día más en observación.
El psiquiatra pasará en breve a hablar con ella. Aunque sigue encerrada en sí
misma. No va a ser fácil. —Tragó saliva, y le tendió la mano a Harry en forma
de saludo. Un saludo que las prisas y la preocupación, habían relegado a un
segundo plano—. Señor… ¿Newman?… Es ese su nombre, ¿verdad?
—Sí, doctor. Siento haberle abordado de
esta manera. Pero es que estoy muy nervioso. —Harry cogió del brazo a Rachel, y
la adelantó un poco—. Ella es Rachel Sp…
—Me llamo Rachel Brandon —lo interrumpió
la melliza. Y Harry encogió el entrecejo
extrañado, cuando escuchó sorprendido el cambio de apellido.
Rachel había pasado un año fuera, en los
Estados Unidos, totalmente incomunicada por propia voluntad. Un año en el que
la felicidad había brillado por su ausencia, a causa de todo lo que había
dejado atrás. Pero en medio de su exilio, un hombre dio algo de claridad a su
vida. Se enamoró locamente, y precisamente ese amor, fue lo que la hizo
regresar. Él la convenció, de que debía hacer las paces con su hermana y cerrar
por fin aquella herida abierta: que no la dejaba ser persona, que no le
permitía ser completamente feliz. Aunque en este momento, carecía de
importancia su historia, lo que importaba era su gemela. Quería llenarla de
besos. Necesitaba aquella reconciliación.
—Ella es la hermana de la señora, de la
señora… Es la hermana de Sara —continuó Harry, no sin esfuerzo; pues se veía
imposibilitado para pronunciar el apellido Hill, por evidentes razones.
—Encantado, señora Brandon —cerró el
médico el saludo con Rachel. Después, metió las manos en los bolsillos de su
bata. Lo que tenía que transmitir era demasiado delicado. Y la persona volvió a
comerle terreno al profesional—. Me gustaría hablar con usted en privado —dijo,
dirigiéndose estrictamente a Rachel—. No quiero ofenderle, señor Newman; pero
lo siguiente es mejor tratarlo directamente con un familiar.
—Harry es más que de la familia, doctor.
—Se aferró la melliza todavía más al brazo de él. No quería quedarse sola. No
estaba preparada.
—No lo pongo en duda, pero…
No obstante, los ojos de Rachel hicieron
ceder al médico. Por lo menos, dejaría que Harry la acompañara hasta que
llegaran a su despacho.
Empezaron a caminar pasillo abajo, dirigidos
por el veterano facultativo. Aunque sólo quince pasos fueron permitidos antes
de que una voz los detuviera.
—¡Harry! —Lo llamó Víctor de repente,
haciendo volver la cabeza de los tres hacia él. Rachel intentó acercarse a
saludarlo, pero la mirada encolerizada de Víctor la intimidó—. ¡Hombre, la hija
prodiga ha vuelto! —Gritó sarcástico, y
totalmente fuera de lugar.
A Harry se le heló la sangre. Enseguida se
percató del estado en que se encontraba su pareja. Cogió a Rachel por los
hombros:
—No puedo explicarte ahora. Siento
dejarte sola, pero tengo que irme.
—Sí… ¡Tenemos que irnos! —Repitió
Víctor las palabras de Harry, manteniendo la ironía y el desatino en todo
momento.
Harry se dio la vuelta y lo taladró con la
mirada. Y una vez conseguido el silencio, enfocó de nuevo su atención en la
melliza.
—¿Tienes mi número de teléfono? Es el
mismo de siempre, no ha cambiado.
—¡¿Nos vamos de una puñetera vez?! ¡¿O
vas a seguir rindiéndole pleitesía a ésta?! ¡Es su hermana, ¿no?! ¡Tiene la
obligación de estar aquí! ¡Sois las dos tal para cual! ¡Disfrutáis dando pena!
¡Haciéndoos las víctimas!
—¡Víctor! ¡Ni una palabra más! ¡Te lo
advierto! —Revocó Harry, con la vena de la sien a punto de estallar.
Y aquél comenzó a reír: como un borracho en
pleno apogeo de su embriaguez. Pasaba de la euforia a la furia como si no
hubiera delimitación para las sensaciones. Se tambaleaba pasillo abajo,
golpeando cualquier objeto que se encontrara a su paso.
—Señor Newman. Él ni siquiera debería de
estar aquí. O se lo lleva, o llamo a
seguridad —avisó el médico.
—No se preocupe, doctor. Me lo llevo.
Harry apretó la mano de Rachel, insuflándole
fuerzas. Se sentía realmente abochornado. Aunque ella le contestó con una sonrisa
cómplice y tranquilizadora.
Los vio alejarse. Ojalá pudiera desdoblarse,
para que una mitad de él pudiera seguirlos, y la otra se encargara de contener
a aquel imbécil de Víctor. Algo le estaba ocurriendo a su niña. Los doctores
nunca te llevan a parte para contarte detalles livianos o sin transcendencia. Y
él se estaba muriendo por dentro—. ¡Maldito egocéntrico! —Escupió sobre la
imagen de su pareja aquella impotencia. Miró a la puerta de Sara—. Mi chiquita —le dijo a la madera que los
separaba.
Mientras Víctor lo estaba esperando al fondo.
Sentado en uno de los sillones metálicos del descansillo de los ascensores.
—¿Te has traído tu coche? —Le preguntó
en cuanto lo alcanzó, pegándole un bocado a la inquina.
—Claro. Aunque apuesto a que no lo has
arrancado ni una sola vez en el tiempo que he estado fuera. Me ha costado la
misma vida ponerlo en marcha.
—Tengo cosas más importantes que hacer
que arrancarte el coche, Víctor.
—Ya lo veo.
Gotas de sangre mancharon el suelo. Víctor se
limpió la nariz con la mano. Y Harry le tiró un pañuelo. Aunque lo que
realmente le apetecía era incrementarle la hemorragia nasal con un puñetazo.
El ascensor abrió sus puertas, y los dos
entraron. La cara de enajenación de Víctor atraía las miradas; y su
comportamiento: intentaba manosear a Harry, como si estuvieran solos en aquel
habitáculo, riendo de forma lánguida; mientras a Harry le hervían las tripas, y
le faltaban manos para detener las de aquél, y hacerlo guardar la debida compostura.
Para colmo, aquel maldito aparato paró en todas y cada una de las plantas
habidas y por haber, hasta llegar al vestíbulo. Harry no le perdonaría en la
vida tal bochorno: otro a añadir a la lista de los vividos. Por suerte en el
coche, logró que se comportara. O tal vez, ya no había necesidad de llamar la
atención.
Conforme los neumáticos avanzaban hacia la
casa, el día se iba tornado gris: a juego con los ánimos. Las temperaturas se
desplomaron, y la humedad calaba los huesos. Pero Harry no notó ningún cambio
térmico en su piel: estaba tan colérico que quemaba. Paró el coche. Obligó a
Víctor a bajar, y lo agarró por el brazo hasta llevarlo al rellano de la casa:
como si arrastrara a un vegetal sin voluntad, cabeza y media más alto que él.
Aunque Víctor estaba disfrutando de la escena sin lugar a dudas. Había
conseguido ser el centro del enfado de Harry: todo estaba saliendo según lo
planeado.
En cuanto abrió la puerta, el vegetal tomó la
delantera y entró, saboreando el triunfo; pese a que aquella melopea que
llevaba era inevitable en su caminar. Entonces, Harry dio un portazo, se echó
sobre él, y le pegó tal tirón de la cazadora que lo hizo tambalear. Lo estrelló
contra la pared. La diferencia de complexiones quedaba anulada por la furia
contenida. Harry comenzó a cachearlo: metía y sacaba las manos en todos los
bolsillos existentes de su indumentaria, sacudiendo el cuerpo de Víctor, como
si tuviera entre sus manos a un muñeco de trapo. Mientras Víctor reía con una
risa chillona e idiota, que conseguía causarle nauseas a su pareja.
—Uau. Tranquilo, cariño… Ya sabía yo qué
estabas deseando llegar a casa para meterme mano. Pero en el ascensor daba más
morbo, ¿no crees? —Se mofaba al ritmo de las sacudidas provocadas; al tiempo
que sentía como su vista se nublaba y aclaraba, con el estómago de pronto al
revés de pronto al derecho.
— ¡Cállate, Víctor! —Continuaba su
búsqueda.
Hasta que por fin, algo llenó la mano del
buscador. Harry sacó una pequeña bolsita con polvo blanco de un bolsillo interior
de aquella chupa marrón de cuero. Y soltó la prenda bruscamente, a la par que
aquél que la vestía. Se volvió agarrándose la cabeza, a causa de una fuerte
presión. Víctor paró de reír.
—¡Lo sabía, Víctor, lo sabía…! —Se
lamentó hastiado— ¡¿Desde cuándo has vuelto a esta mierda, eh?! ¡No… no has
cambiado en absoluto! ¡Sigues haciendo lo que te da la gana, sin pensar en
nadie! ¡Y eso no es lo más grave! ¡¿Sabes lo que creo?! ¡Que todo esto lo estás
haciendo para dar pena, porque no soportas dejar de ser el centro del
universo!... ¡Acusas a Rachel, acusas a Sara, cuando en realidad tú eres el
único egoísta! —Vomitó aquel desengaño, con los ojos llenos de lágrimas y la
respiración jadeante; faltándole el oxígeno, pues un nudo le había cerrado la
faringe.
—¡¿Qué sabes tú de cómo estoy?! —Devolvió
Víctor. Sin duda, su función estaba tocando el fin—. ¡Dices que no pienso en
nadie, pero tú tampoco piensas en mí! ¡Esa mierda como tú la llamas, es lo
único que me ayuda a aguantar! ¡Porque no puedo más!... ¡Por el amor de Dios!
¡Ni siquiera eres ya capaz de responderme a un beso como Dios manda! ¡Y me
ahogo, Harry! ¡¿Hace cuánto que no hacemos el amor?! ¡¿Que no me tocas, que no
me miras?!
Como si se encontrara en el punto más bajo de
aquella montaña rusa en la que andaban montados sus ánimos, empezaron a brotar
cataratas de líquido de los lagrimares de Víctor. Apoyó las manos en la pared, y metió la cabeza
entre los brazos, resbalando desde su nariz las lágrimas al suelo.
—¡No vas a echarme la culpa de esto! ¡Hay
miles de salidas a la vida, Víctor! ¡Todo no se acaba conmigo! ¡Ni siquiera
empieza! ¡¿Y qué vas a hacer ahora, si te digo que es cierto?! ¡Que ya no
siento lo que sentía! ¡No puedo mandar aquí! —Se golpeó Harry en el pecho,
derrumbado, al lado de su pareja.
—¡No vas a dejarme, Harry!… ¡No lo vas a
hacer!… ¡Porque te juro que me mato! ¡¿Me oyes?! ¡Me mato! —Lo amenazó,
tragando llanto y desesperación, apretando los dientes, con el estómago por fin
decidido hacia el lado inverso, acortando aún más la distancia entre los dos:
echándole el aliento a Harry y haciéndoselo tragar.
—¡¿Y qué vas a hacer?! ¡¿Ponerte de coca
hasta el culo y dedicarme tu muerte?! ¡¿Ese es el amor que me tienes, Víctor?!
¡¿El gran amor que te ahoga?!... ¡Por mí, puedes sentarte ahí mismo y empezar a
comerte cubos de esto con cucharilla! —Le tiró la papelina a la cara,
escabulléndose de esa jaula de brazos con la que Víctor lo tenía ahora cercado—.
¡Estoy harto, ¿sabes?! ¡Harto de sentirme mal por ti… de pasarlo mal por ti… de
compadecerme de ti! ¡Debí dejar que todo se terminara en España! ¡Debí mandarte
al diablo cuando me buscaste otra vez en Londres! ¡Definitivamente! —Paró—.
¡Haz lo que te dé la gana, Víctor! ¡Lo que te dé la gana!
Sin fuerzas, Harry abandonó la casa, dejando
a aquél apoyado en la pared del hall. Sólo esperaba, que Víctor no acabara
cumpliendo aquella macabra promesa suicida. Cargar con otra muerte a sus
espaldas, sería demasiado. Estaba cansado… ¡tan cansado! Lo único que deseaba
en este momento eran unos brazos que lo consolaran y que le dieran la razón, o
por lo menos que lo acunaran en silencio sin tener que pensar en nada: “Sara”… No
sabía por qué le había venido aquel nombre a la cabeza. Dejó caer todo su peso
en el exterior de la puerta ya cerrada. Desde ahí, escuchaba los lamentos de
Víctor; aunque no iba a ceder, ya no.
—Hola, muchacho… ¿Te encuentras bien? —Tom
lo hizo sobresaltar.
—Estoy bien, Tom. No se preocupe —mintió.
—He visto que llegabas con tu pareja y…
No me puedo creer lo que ha pasado. ¿Cómo está Sara?
—Sara está bien, señor Morris. Dolorida,
pero no tiene lesiones físicas de importancia. —Trataba de recuperar el ritmo
de su respiración. No era fácil, después de aquella maldita pelea.
—Tal vez, tuve que haber previsto lo que
iba a pasar. No debí haberla dejado marchar ayer, cuando vino a mi quiosco.
Ella no estaba bien. No estaba bien. —El viejo se derrumbó, se cubrió los ojos
con la mano.
Y Harry lo arropó, le echó el brazo por el
hombro. Ese estúpido yonqui egoísta que había dejado dentro de casa, no merecía
ni un minuto más de sus pensamientos y dedicación.
—Vamos, señor Morris. Las cosas pasan
porque tienen que pasar. Después de todo, ese maldito ya está detenido. No va a
hacer más daño. Y ella es fuerte, lo va
a superar. Estoy seguro. Entre todos lo vamos a conseguir.
El viejo miró a Harry y asintió, cogió un
pañuelo para limpiarse las gafas empañadas por el sofoco del disgusto:
—¿Vas para el hospital? —Le preguntó
entonces.
—Sí, voy para allá.
—¿Te importaría que me fuera contigo?
Cierro el quiosco y…
—Claro que no, Tom. A Sara le va a hacer
bien su visita.
—No
tardo.
—No tenga prisa. Voy a por el coche y lo espero en la esquina, ¿bien?
—De acuerdo, hijo.
Tom encaminó sus pasos hacia el quiosco, tan
rápido como le permitieron sus piernas. Harry continuaba presionándose la
frente: la compresión en la piel era lo único que le aliviaba aquel intenso
dolor de cabeza. Su cerebro estaba tan lleno de pensamientos y sentimientos,
que su cráneo amenazaba con estallar. En realidad, le dolían hasta los dientes.
Si no fuera por lo que tenía encima, le hubiera echado la culpa de su malestar
a unos de esos virus puñeteros.
De repente, su móvil comenzó a sonar. En la
pantalla: un número totalmente desconocido; aunque estaba seguro de que era
Rachel. Sus tripas se encogieron una vez más. Deslizó su dedo por el visor
táctil, y contestó:
—¿Diga?
—Harry… —La melliza tenía la voz bastante
tomada. Se notaba que estaba llorando.
—¿Qué pasa, Rachel? ¿Ha ocurrido algo?
¿Has podido ver a Sara?
—No. Bueno, he entrado a verla, pero está
dormida. —El llanto interrumpió la conversación—. Ven, Harry, por favor.
Necesito que vengas. Lo siento, sé qué tienes problemas con Víctor. Estoy
siendo egoísta, pero…
—No te preocupes, Rachel, iba para allá.
Pero dime por Dios qué pasa. ¿Está peor? ¿Por qué lloras de esa manera? ¿Qué te
ha dicho el médico?
Harry hablaba dando vueltas en círculo.
Nervioso, seguía sujetándose la cabeza.
—¡LA VIOLÓ, Harry! ¡Ese hijo de puta, la
violó!
Un abismo debió de abrirse ante sus pies,
porque no sentía el suelo, ni percibía si su cuerpo ocupaba lugar en el
espacio. Dejó resbalar el móvil por su oreja, y lo sostuvo en la mano sin notar
su tacto.
—¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta! —Aspiraba
las palabras sin fuerza, sólo moviendo los labios.
Recordó los hematomas en las muñecas de Sara.
Lo primero que vino a su mente en el momento en que los vio, fueron ataduras.
Pero nunca imaginó la posibilidad, de que detrás de aquel daño, pudiera
esconderse algo tan sucio y repugnante. Era el copete que le faltaba a ese
pedazo de carne inmunda para merecer la muerte. Con sus propias manos apretaría
el cuello de Norman Hill, hasta que los ojos se le salieran de sus cuencas y… ¡Lo
admiraría! ¡Se recrearía! ¡Disfrutaría con ello sin una pizca de
remordimiento!.. Y el pasado volvió a invadirlo; y se sintió desconcertado,
pero no podía evitar ese sentimiento asesino.
—Muchacho… ¡Muchacho!... ¿Le ha pasado
algo a Sara? —Preguntó el viejo. No había llegado muy lejos cuando el teléfono
sonó. No solía ser indiscreto, pero los nombres involucrados en aquella
conversación le importaban demasiado.
Harry continuaba sumido en la nada; completamente
lívido, parecía estar al borde de la lipotimia.
—¡Muchacho! —Insistió Tom, esta vez le
zarandeó suavemente el brazo—. ¿Estás bien?
—No, Tom. No estoy bien. Ni lo estaré
hasta que ese hijo de puta este… ¡muerto! —Contestó, con los ojos envenenados.
—Pero, ¿qué te ha dicho Rachel? ¡Por
Dios, hijo, no me asustes!
—No puedo contárselo, Tom. Pero es todo
tan injusto, incomprensible, tan… sucio.
El viejo entendió. Recordó la actitud de Sara
la tarde anterior, como se le abrazó llorando. La sintió tan pequeña, tan
frágil, tan indefensa y extraña, como si alguien le hubiera arrancado su
esencia de mujer, su esencia de persona. Agradeció también la prudencia de
Harry al no desvelar aquello; y lo miró a los ojos, tentándolo a la
reciprocidad del gesto.
—Cálmate, muchacho. Todo en esta vida se
premia y se paga. ¡Ese lo va a pagar!
—Yo no lo creo, señor Morris. No lo creo. —Devolvió
la mirada al viejo, y se metió el móvil en el bolsillo—. Voy a por el coche,
Tom.
—Y yo voy a cerrar. Te espero, entonces.
¿Estás bien para conducir?
La palidez, dominaba el ánimo de Harry.
—Sí… estoy bien.
Solamente necesitaba sentarse, quedarse solo
y llorar. Vaciar todo aquello que como agua en lumbre bullía en su interior. Y
así lo hizo nada más entrar al coche durante un largo rato. Aislado del mundo
por una espesa cortina de agua que comenzó a caer, distorsionando su imagen a
través de los cristales del automóvil. Mientras Tom, lo esperaba resguardado en
su quiosco, comprendiendo la tardanza.
“Las
culpas del amor” por Gema Lutgarda
Todos
los derechos reservados
Continuará…
Novela disponible en la web de nueva Editora Digital