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jueves, 25 de septiembre de 2014

"Las culpas del amor" escrita por Gema Lutgarda. Capítulo I


LAS CULPAS DEL AMOR
GEMA LUTGARDA









  DÉJATE LLEVAR POR SUS LÍNEAS

 ¿TE RESISTIRÁS?

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PRÓLOGO


Para Harry.

Silencio: ¿Has pensado alguna vez en el verdadero significado de esa palabra? ¿Lo has sentido como yo lo estoy sintiendo ahora?
Hoy, soy tuya. Y el silencio va conquistando nuestro espacio vital… despacio… muy despacio… y suavemente.
Puedo sentir cada poro de tu piel sobre la mía. Tus manos acarician mi cara, y voy hundiéndome en tus ojos hasta tal punto que… nadie podría discernir nuestras almas. Entonces, en este momento, la ausencia de palabras es necesaria, y nuestras bocas se silencian… sólo buscando nuestro aliento, nuestro contacto.
Aunque un día conociera otro tipo de mudez, cargada de vacío, que me estrujaba el alma, que devoraba mis sentidos…  Tú llegaste y me salvaste… rompiste las mordazas de tal estridencia callada, y me enseñaste que la vida valía la pena, que el amor jamás está manchado de culpas.
La luz de mis sueños, la claridad de mi despertar. El que llena mi cuerpo y mi espíritu de calma…
Tú, mi silencio.



CAPÍTULO I

Era un inesperado día de sol para estas fechas en Londres, y aunque el frío se hacía notar, las temperaturas no habían alcanzado todavía las cotas acostumbradas.
  La vida transcurría tranquila en esta maravillosa ciudad, y el ambiente navideño ya se empezaba a sentir por todos los lugares. Luces y guirnaldas adornaban las calles, bonitos árboles vestidos de fiesta se alzaban en las zonas céntricas;  y el espíritu de las vísperas, luchaba por desplazar a todo aquello que no implicara armonía. Incluso aquel atípico cielo quiso poner su granito de arena, regalando una semana antes de Nochebuena, un atardecer repleto de colores y sutil majestuosidad: digno de recordar sin duda; y de admirar, cuando te sientes con fuerzas para hacerlo.
  Nuestra historia comienza en una esquina, ya con la oscuridad bien avanzada, justo a las seis de la tarde. Para continuar caminando a lo largo de dos aceras, donde dos largas filas de viviendas y comercios, separadas por una carretera, se levantaban coquetas: pretendiendo contarse historias, presumiendo de belleza y delicada sencillez. 
  En aquel comienzo, pondremos atención a las almas, entre ellas: la del viejo Tom; que como cada tarde a esta hora, abría la puerta de su quiosco para cerrar la jornada. 
  De nuevo, había llegado el momento de inventar creativas y elegantes posturas, con las que poder mover aquella dichosa tabla que le servía de expositor para los periódicos; y es que la maldita ciática llevaba tiempo declarándole la guerra. Entretuvo entonces su nariz con el humo de la pipa recién encendida, y se decidió por la flexión de rodillas con el tronco recto.
       —¡Auhhh! ¡Me cago en Dios! ¡Pero será posible! —Blasfemó en el primer intento; llevándose las manos a los riñones, casi ahogándose con el humo del tabaco, y elevando la cabeza hacia atrás, para que sus rectangulares gafas no terminaran en el suelo.
        —¿Se ha hecho daño, señor Morris? —Se interesó una cálida voz familiar.
       —Ah, Sara… —exclamó, cuasi-impresionado por la inesperada compañía. Pues, a pesar de ser consciente de que estaba en plena calle, siempre tenía la esperanza de que nadie lo cachara en estas infructuosas tentativas; que para según qué ojos, podrían llegar a parecer incluso un tanto cómicas; aunque por supuesto, no tuvieran ninguna gracia—. No te preocupes, hija. No es nada. Los años que lamentablemente no perdonan. —Rio, restándole importancia al asunto, mientras mandaba a su mano derecha sostener la pipa —. Creía que ya te habías olvidado de tu revista, y de pasar a saludar a este viejo cascarrabias.
      —Usted no es un cascarrabias, señor Morris.                                             
      —Tú que me ves con buenos ojos o… me escuchas con buenos oídos. —Sonrió—. Tienes mala cara, bonita… ¿Qué te pasa?
  Tom Morris quería a Sara como a una hija, la conocía desde niña, y había sido un gran amigo de su padre.
       —No me siento bien. Tal vez sea la gripe. —Aquella evasiva, sólo fue creíble para sus cuerdas vocales, porque sus  grandes ojos verdes eran incapaces de ocultar la amargura de su joven alma. Sus treinta y seis años, y su cara de niña, no daban justificación a tanta tristeza. Aquella melena azabache sabía de sus días y noches oscuras. Aquellos cabellos, conocían el suave peso de sus lágrimas, cuando conmovidos por sus llantos, se esforzaban por entremezclarse entre tan finos dedos, para empapar el salado líquido de la injusticia—. Deje, yo hago eso —dijo de repente, arrebatándole nerviosa los periódicos al quiosquero.
  Y aferrada a aquella excusa de acabar el trabajo que todavía el viejo ni siquiera había empezado, por su molesto dolor de espalda, imploró  para que a éste se le olvidara definitivamente, aquel interrogatorio sobre su aspecto y salud. Aunque su gesto, no hizo sino empeorar más aún la preocupación de Tom: los movimientos de las muñecas de Sara eran imprecisos, pese a que ella se esforzaba por demostrar naturalidad. Tal parecía, que tratara de evitar un mayor daño del habido. 
  Entonces, las tripas de Tom comenzaron a bullir:
       —¿Qué te pasa en las muñecas, Sara?
       —¿Qué…? No me pasa nada. Bueno, ya ve usted qué tontería. Esta mañana al salir del baño, me resbalé, y para no darme de bruces, puse las dos manos en el suelo. Tengo las muñecas un poco lastimadas, pero no es nada —improvisó sobre la marcha, sin mirar a los ojos del anciano ni una sola vez.
  Continuó retirando los periódicos como pudo, y los metió dentro del quiosco, y con la misma agitación, volvió dispuesta a levantar la tabla expositor.
       —No hace falta que la quites… Total... está demasiado vieja y pesada para que alguien se la lleve.
  Con cuidado, Tom cogió a Sara del brazo, y la giró para que lo mirara.
       —Si pudieras saldrías corriendo de aquí, ¿verdad? —Le reclamó el viejo, con un nudo de angustia en el gaznate—. Pero eres una chica educada; y no es correcto dejar a un viejo amigo con la palabra en la boca… ¡Dios, Sara! Te conozco desde que no levantabas ni un palmo del suelo… ¡Déjate ayudar por los que te quieren! ¿Por qué volviste con él, niña? ¿Por qué volviste con tu marido?... Estás rodeada de gente dispuesta a echarte una mano, y tú no te prendes a ella. Ese muchacho sigue a tu lado pese a todo, pero algún día se cansará de luchar.
       —Harry es lo mejor que me ha pasado en la vida, señor Morris. Pero él tiene a Víctor, y Norman sólo me tiene a mí. Y no puedo dejarle solo —rehusó ella.  Esta vez devolviéndole la mirada a Tom, con los ojos a punto de estallar en llanto.
       —Yo, lo único que sé, es que tu padre tiene que estar revolviéndose en su tumba, hija. —Se lamentó el viejo, con la cara más colorada que de costumbre. Impotente y destrozado: por no poder hacer más por aquella niña-mujer, que tanto le había encomendado su querido amigo Bill, antes de morir.
       —Mi padre lo quería, señor Morris. Para él, era como otro hijo… Yo soy la que no he sabido ser esposa. —Bajó sus ojos, avergonzada.
       —¡Levanta la cabeza, Sara! —La zarandeó suavemente, posando sus rechonchas manos sobre los hombros de ella—… No sabes lo que me duele oírte hablar así. Y lo malo… es que no sé cómo hacerte reaccionar. Ninguno lo sabemos… Estoy viejo para esto, ¿sabes?
  Los ojos del anciano se aguaron. No obstante, decidió callar. Sabía que cada palabra pronunciada por cualquiera de las dos partes desde este momento en adelante: no sólo sería inútil, sino también hiriente. Cogió el magazín que le tenía guardado en el quiosco y se lo entregó.
       —Toma, bonita. Tu revista. Y perdona a este viejo metomentodo… Sólo te pido que no dejes de venir a verme, aunque a veces hable de más —rogó el anciano.
       —¿Cómo puede creer eso?... Usted… usted es para mí, lo más parecido a un padre… Tiene todo el derecho del mundo a decirme lo que quiera. —Y  abrazó a aquel hombre, intentando dar reposo a su desasosiego. Quizás, buscando el calor de esa figura paterna que a veces soñaba cerca en espíritu, pero que al despertar nunca encontraba. Se sentía la mujer más desgraciada del mundo. Lloró desconsolada sin pretender la escena. No podía más, todo le pesaba demasiado.  
  Tom, conmovido y desgarrado por el abrazo de la que su alma había adoptado como hija, sintió entonces la necesidad de salir corriendo, para poner en su lugar al  monstruo profanador de aquella alegría de antaño.  Pero nada ganaría con la violencia, sobre todo porque sus huesos seguramente no le responderían con la misma fuerza, ímpetu y decisión, que proclamaban sus neuronas.
  Con suavidad, separó a Sara de su hombro, acunando aquellas mejillas entre sus manos:
       —¿Qué te pasa, Sara? En todos estos años que llevas con ese cretino, nunca te había visto así. Tan derrotada, tan… No vuelvas a casa esta noche, bonita.
       —Usted no lo entiende…Tengo que volver, señor Morris —insistió ella.
       —Hija… Por favor, Sara.
        —No se preocupe, Tom… Estoy bien. Debe de ser la gripe la que me tiene así. Siento haberle puesto mal, haberle preocupado. Lo siento mucho, de verdad.
  Con las manos todavía temblorosas a causa del mal rato, Sara se secó las mejillas, arrugando con sus lágrimas las primeras páginas de la revista que sostenía.
       —Tengo que irme.
  Tom asintió. No sabía que más decir o hacer. Y pidiéndole perdón al cielo por creerse cobarde, la dejó ir. Sin atreverse a mirar aquella figura que se alejaba calle abajo: lenta y pensativa. Mientras cerraba los portones de su quiosco, poniendo fin a aquel extraordinario día.

  Sara continuó avanzando con paso taciturno; marcando su andar: el incesante clac de sus tacones a media altura. Fue adentrándose en la bella calle escenario de nuestra historia, y se paró entre el número seis y ocho de la acera derecha.
  Allí, formada por dos fachadas apenas transformadas, lucía Spencer’s, el viejo ultramarinos donde un día, tal vez no tan lejano, fue feliz. Abrir aquellas puertas, siempre había causado en ella una sonrisa: desde el primer tintineo de la campana colgada en el marco de la entrada, hasta el último rincón minado con bonitos recuerdos ahora mancillados.
  En aquella tienda, parecía haberse congelado el tiempo. Suelos y paredes de madera le daban calidez al local, e incluso un cierto toque mágico, se podría decir. Las vitrinas estaban impolutas y celosamente cuidadas, los artículos colocados en un estricto orden. En definitiva, todo como entonces: hasta aquel cuadro de la pared detrás del mostrador, encima del despacho de pan, con una Virgencita de la cofradía malagueña a la que había pertenecido la esposa de Bill Spencer y madre de Sara—: “Una ventana a mi adorada tierra, y la bendición y protección de mi hogar”. —Solía decirle a un marido completamente ateo; cuya única creencia estaba fijada en su familia, y en el amor que sentía por ellos. A tanto llegaba su devoción, que hizo del amplio primer piso de la tienda su hogar, para estar lo más cerca posible de sus tres tesoros: su mujer y sus dos pequeñas.
  No obstante, y pese a la obstinación de aquel sitio, el tiempo pasó; y aunque aquel mostrador nunca fue desocupado, ni la casa deshabitada; el alma usurpadora de ese espacio y estatus familiar, nunca ni por asomo remplazaría al amor que en otros tiempos fue vertido. 
  El pretendido heredero tenía un nombre: Norman Hill; y como todos los anocheceres hizo cliquear las monedas. Orgulloso de sus ganancias, susurraba cantidades haciendo cuentas. Alto, fuerte, de pelo rubio y cara angelical, con el  interior podrido hasta las trancas, pero bien guardado en secreto. Candil de puerta ajena, que reservaba el privilegio del conocimiento de sus inmundicias exclusivamente a su esposa; pues pocos, podrían adivinar de aquel Mr. Hyde  de las horas íntimas: echado a perder a causa de los celos, la inseguridad y la envidia. Reconcomido por los triunfos de ella, en vez de engrandecido: Sara creció bajo el cariño de una familia, mientras que él aprendió a odiarse a sí mismo entre los muros de un orfanato; la muchacha cursó estudios universitarios acabando con altas notas su licenciatura en filología hispánica; él, a lo más que pudo aspirar, fue a estar detrás de aquel mostrador tan amado y odiado, como lo era su propia vida; pues nunca había sido capaz de retener dos frases seguidas de ningún libro, o atender a  largas peroratas de un profesor estirado, pese a que su suegro en un tiempo le dio la oportunidad de hacerlo. Eligió pues, el poder de la posesión como defensa: la hizo suya como si de un lingote inerte se tratara, celando siempre su robo, anulando su valía para proteger su pertenencia.
       —¿Se puede, señor Spencer? Disculpe la hora, pero es que me he quedado sin huevos. Quisiera saber, si me podría vender media docena.
  Hacía su aparición como cada tarde y a última hora, el telediario andante de la señora Watson. Un vejestorio solterón y amargado con cara de bruja, que  acalorada por la visión atractiva del tendero, abrió un botón de su abrigo de forma insinuante, y bastante ridícula por cierto.
       —¡Señor Hill, no Spencer! —Protestó éste, en un tono inaudible pero evidentemente molesto. Sin embargo, levantó la vista con una falsa sonrisa: forzada y vomitiva… (¡El muy hipócrita!)—. Por supuesto, guapísima… media docena y uno de regalo… ¡Aja! Aquí tiene...
       —¡Qué amable es usted… tan guapo y tan simpático! Siempre lo he dicho, desde que usted regenta la tienda, este lugar parece otro. Ni punto de comparación con el viejo Bill. Imagínese, se atrevió a echarme de aquí... Y total, sólo por decirle unas cuantas verdades a la cara… Y no es que fuera mala persona, al contrario. Lo que pasa es que andaba hipnotizado por la pécora de su esposa. Yo podría haberle dado otras mieles, ¿sabe?... Pero, él se lo perdió. —Repitió con voz chillona, la misma anécdota añeja de otras tardes, apoyando su antebrazo entre los huevos y el mostrador, abriendo y cerrando aquellas puñaladas que tenía por ojos; en un  intento, de hacerle probar al tendero, aquello que ella llamaba mieles, que si acaso, alguna vez habían llegado a ser pastosa melaza.
       —Una verdadera injusticia, sí señora —le respondió Norman, acercándose a la bolsa de huevos, a la vez que a su arrugada nariz.
       —Ya ve. Así es esta familia. Un nido de mosquitas muertas, y perdone por la parte que le toca. Y encima con suerte. La españolita esa, defendida a capa y espada por el zoquete de su marido. Y ahora usted, cargando con el negocio familiar. Del que por cierto, ninguna de las hijas quiso hacerse cargo. Una porque se largó, primero a un apartamento, después al extranjero o algo así… En realidad, me parece que ni entre ellas se aguantan. Siempre ha estado celosa de su hermana… Y la otra… Bueno, espero que no me vaya a echar también a la calle por hablar de su esposa, como lo hizo el señor Spencer. Además, no le voy a contar nada que usted  ya no sepa. Pero esa amistad que tiene con el sarasa… Bueno… pobrecito, yo no tengo nada en contra de ellos, después de todo, nadie pide nacer con defectos… De todas formas… esa gente, suele tener la mente depravada… Aunque si ha de tener una amistad… mejor alguien así. Por lo menos no hay riesgo de… usted ya me entiende…
       —Señora Watson… —La interrumpió, con las tripas alcanzando el punto  máximo de ebullición—… Agradezco enormemente sus consejos… Es una conversación realmente interesante, pero… —Sujetó disimuladamente su desesperación entre dientes. Sosteniendo en todo momento, esa sonrisa abierta con alicates.
       —¡Uyyyyy! Claro que sí. Es muy tarde. Y yo aquí, entreteniéndole. Sólo espero que no se haya molestado por lo que le he dicho. Lo hago con toda mi buena intención…Y es que me cae usted tan bien. —Y cogiendo la bolsa de huevos, salió la cacatúa orgullosa de su última siembra.
          —¡Vieja asquerosa! —Susurró Sara, tras casi darse de bruces contra ella.
        —¡Te quieres callar! ¡¿Qué pretendes?! ¡¿Qué te escuche esa bruja!? —Le recriminó Norman, fichando por finalización de jornada laboral, esa amabilidad que hasta hace un segundo, todavía continuaba en activo—. ¡¿Dónde estabas?!
       —Comprando una revista —le respondió ella, con la voz todavía congestionada por el llanto, sin mirarlo a la cara. Cada vez soportaba menos su presencia. Sólo quería salir corriendo escaleras arriba para perderlo de vista, aunque fuera por un rato.
       —¡¿Tres cuartos de hora para comprar una revista?! ¿A quién has estado llorándole las penas? ¿A tu amigo el maricón? —Insinuó sarcástico.
           —Sólo he estado fuera diez minutos. Y no le he llorado las penas a nadie, Norman.
  Sin levantar la cabeza, aceleró sus pasos hacia las escaleras de acceso a la casa para por fin quitarse de en medio, pero la voz bronca de su verdugo la detuvo.
       —Quiero que dejes el trabajo.
    —¡¿Qué?! ¡¿Estás loco?! —Se giró hacia él, incrédula—. ¡Te di una segunda oportunidad porque me prometiste que todo iba a cambiar! ¡Y una de las condiciones fue que no ibas a impedirme trabajar fuera de casa!     
  Los temblores tomaron el control del cuerpo de Sara. El miedo y la ira se habían apoderado de ella, de tal forma, que se sentía morir.
       —¡¿Y qué hay de tus promesas?! ¡Ni siquiera eres capaz de cumplirme como mujer! —Le reclamó el energúmeno.
       —¡Te dije que me encontraba mal, Norman!
       —¡Y un cuerno, Sara!
       —¡Estaba con el periodo, hijo de puta!
       —¡Muy bien!... ¡Insúltame… o denúnciame si lo prefieres! ¡Tengo todo el derecho del mundo a hacerte el amor! ¡Tengo todo el derecho del mundo a que mi mujer me responda, maldita sea!... ¡Vas a dejar el trabajo, porque no quiero que te veas con él nunca más! ¡No te gusta la tienda!... ¡Perfecto! ¡Volvemos a habilitar la habitación, y retomas lo de la restauración de antigüedades! ¡Así te entretienes! ¡No lo aguanto, Sara! ¡Por culpa de ese puto maricón de mierda estamos así!... ¡Todo estaba normal entre nosotros antes de que llegara a nuestras vidas!
       —¡¿Todo estaba normal entre nosotros?! ¡¿Qué es normal para ti, Norman?! ¡¿Vivir casi en clausura arreglando cosas viejas?! ¡¿Enfrentarme a tus estúpidos celos cada vez que un hombre me daba los buenos días?!
       —¡Te lo di todo! —Reivindicó el putrefacto, con la vena del cuello en relieve.
       —¡Regalos materiales que ni siquiera podía usar por miedo a tu mente retorcida! —Le echó ella en cara.
       —¡Sabes qué nadie me ha enseñado a querer, Sara! ¡No tengo otra forma de demostrar lo que siento! ¡Por lo menos, yo sí lo intento! ¡¿Pero cómo voy a hacer con una mujer que me aborreció desde el primer momento?!... ¡Tú eres la única culpable de mi comportamiento, de mi angustia, de mis celos! —Hundió sus garras, en el punto débil de Sara.
  De repente, a ella se le paró el corazón cuando vio abrirse la puerta del negocio.
      —¿Pasa algo, Sara? —Interrumpió un muchacho.
      —¡Ja! ¡Mira por dónde!... ¿Cómo es ese dicho…? ¡¿Mentando al demonio y va y aparece?! —Arremetió Norman exasperado.
  De estar en parada, el corazón de Sara pasó a latir a ritmo de explosión: su marido había salido del mostrador, y estaba encaminando sus pasos hacia el recién llegado.
      —¡Harry, vete de aquí, por Dios! —Le suplicó ella, temiendo lo peor.
     —No, ¿por qué…? —Intervino Norman, refregando arrogancia—. Déjalo que se quede, cariño. No hay que tratar mal a los clientes. Y especialmente, si son amigos de la familia, ¿verdad? —Ironizó el iracundo, de una forma peligrosa y sarcástica.
  Pero el muchacho no se dejó intimidar. Pese a no medir más de un metro sesenta y ocho, y de su complexión endeblucha: se mostró entero, inamovible; devolviendo en todo momento la mirada a su agresor. Sus grandes ojos azules ni siquiera parpadearon; lo oscuro de su pelo, que siempre hacía resaltar su blanca piel, se veía ahora atenuado, por lo rojo de su faz. La inquina que sentía hacia Norman, era tan palpable, que casi abruma a su adversario.
      —¿Algún problema? —Continuó Norman con la función—… A lo mejor se te ha acabado la vaselina… Upps, mala suerte… No vendemos vaselina aquí, ¿verdad, mi amor?
      —¡Asqueroso cabrón, hijo de puta! —Se abalanzó Harry harto de improperios, como si algo lo hubiera empujado por detrás. Algo, que no era otra cosa que las ganas que le tenía a aquel pedazo de carne; que de repente, había estallado en carcajadas, pues ni siquiera lo llegó a tocar, al interponerse Sara entre ellos.
      —¡Patético! —Espetó Norman en tono jocoso, mientras continuaba desternillándose.
  Ella intentaba persuadir a Harry, empujándolo hacia la puerta. Quería evitar un mal enfrentamiento como fuera.
      —¡Basta ya, Harry! ¡Basta! ¡Por favor, vete!
       —¡No pienso dejarte aquí con este psicópata! ¡Se escuchan los gritos desde la calle! ¡Por Dios, Sara! ¡Reacciona! —Rehusó, apoyado ya contra el cristal de la entrada, agarrando suavemente aquellas manos que empujaban su pecho para despedirlo.
       —¡En todo caso, es mi vida… y mi marido, Harry! —No quería herirlo con sus palabras, pero era la única forma de hacer que éste se fuera—. Por favor —le imploró, esta vez, utilizando un tono más suave—. Vete
  Aquella última mirada cuajada en lágrimas, lo hizo ceder. Sólo por ahora. Sabía que todo estaba llegando a su límite, y temía el final… le aterrorizaba. Por eso, permanecería expectante pese a ella, para que no se repitiera la pesadilla.
  Por fin, abrió la puerta y salió, dialogando a través de sus ojos con Sara, telepatizando un “estaré aquí al lado”, a la otra parte de su alma, que iba a dejar sola  con  semejante energúmeno.
  Tan pronto cerró la puerta, Norman puso fin a aquel particular festival de risotadas, y dirigió sus pasos hacia ella.
      —¡Norman!... ¡Déjalo! ¡¿Qué vas a hacer?! —Lo detuvo, creyendo que saldría detrás de su protector para continuar la pelea.
      —Cerrar la puerta con llave, cariño… ¿O es que te apetece recibir más visitas inesperadas?
  Dio dos vueltas a la cerradura, y echó la persiana interior de la entrada. Ahora, Sara estaba atrapada entre aquella puerta y el cuerpo de él: respirando su aliento, sintiendo su olor, y aquella mano rasposa y ruda que rozaba la piel de su cuello, hasta llegarle a la apertura de su blusa.
  Norman miró hacia los pequeños escaparates de los lados, y se cercioró de que también estuvieran cubiertos: nadie les podía ver. Decidió controlar su tono de voz: “El maricón tenía razón. Los gritos se podían escuchar desde la calle, y eso no le venía nada bien al negocio, ni a su reputación”.
      —¿Por qué tiemblas?... No soy un monstruo... No sabes lo que daría porque me desearas la mitad de lo que lo deseas a él… Me estoy volviendo loco, Sara —susurraba, excitado sobre su cuello.
   Ella sintió nauseas.
      —No sé de dónde sacas eso, Norman. Harry es sólo un buen amigo.
       —Sí. Ya lo sé. Pero sólo es un buen amigo porque cojea del otro lado, ¿verdad? Porque a ti te excita. Puede que cualquiera lo haga más que yo… Esa es la historia de mi vida. Siempre hay alguien más querido. Desde pequeño, en ese odioso orfanato.
  El iracundo rozaba con su nariz las mejillas de Sara. Ella estaba rígida, casi sin respiración, deseando perecer; aunque al mismo tiempo, sentía tanta pena por su marido que se ahogaba.
      —Norman. Por favor… —le rogaba, bañada en babas y sudor ajenos.
      —¡¿Pero qué tengo que hacer para que me veas como a un hombre y no como a una babosa?! ¡¿Dime?! ¡Sólo te pido que me ames… o que lo finjas por lo menos! —Volvió a perder el dominio de su habla.
  Como un poseso, le puso la mano a Sara en el cogote, separándola de la puerta; y tiró de ella hacia las escaleras, agarrándola por los cabellos.
      —¡Norman, por favor!... ¡Por favor! ¡Te lo ruego! —Lloraba e imploraba, desesperada por la condena.
      —¡Cállate! ¡Soy tu marido, maldita sea! ¡No quiero escuchar ni un solo grito más, ¿me entendiste?! ¡No voy a estar en boca de todos por culpa de tu escándalo! ¡Cuando lo único que estoy reclamando, es el derecho a estar con mi mujer! ¡Es eso mucho pedir, ¿eh?!
  La arrastró escaleras arriba. Abrió la puerta del salón y la arrojó contra el sofá. Se desató el pantalón y se le echó encima. Sara cerró los ojos resignada, y se agarró a la tela del asiento con fuerza. De pronto, él se detuvo.
      —No. Otra vez no. Así no. Merezco que mi mujer me haga sentir hombre, no una alimaña… ¡Vamos, levántate!
  Pero ella era incapaz de ejecutar movimiento alguno. No era dueña de su cuerpo en ese momento.
      —¡Qué te levantes! —Ahogó el grito. Y la obligó a incorporarse agarrándola por el cuello—. Voy abajo, a terminar de cerrar y a hacer las cuentas… ¡Y tú! ¡Te vas a lavar la cara! ¡Vas a dejar de llorar! ¡Te vas a poner aquel camisón negro que te regalé! ¡Y me vas a esperar en la cama!... ¡Vamos a hacer el amor como Dios manda, ¿entendido?!... Me lo debes —sentenció, dejándola caer de malas maneras en el asiento.
  Sin mirarla, se dirigió hacia la salida, y abandonó la habitación dando un portazo.
  Ella, llena de rabia, descargó su impotencia golpeando con todas sus fuerzas aquella puerta recién cerrada; pero el dolor de sus lastimadas muñecas al chocar contra la madera, la hizo encoger. Resbaló entonces su cuerpo vencido contra la entrada, hasta sentarse en el suelo, barriendo con su oscura melena el fino barniz del acceso. Contempló el salón. Aquella habitación donde había compartido juegos, risas de infancia: era su cárcel dorada.

  Entreteniendo sus pupilas con el vaivén del péndulo del viejo reloj, sólo esperaba el momento; permanecía estática, con el suelo como cojín y la puerta como respaldo. Hasta que aquel reloj dejó de ser su referencia. Miró a una fotografía que había sobre la mesilla, junto al sofá, en la que Norman sonreía: la agarraba feliz y orgulloso; parecía alardear de lo que tenía entre sus brazos; apenas tenían 18 y 21 años en esa foto. Se preguntaba, desde cuándo se había ido todo al traste. El porqué, lo tenía asumido: estaba anulada como mujer.

  Media hora después, los pasos de Norman subiendo las escaleras la sacaron de un nuevo estado cataléptico. El estómago se le encogió; los teléfonos de la tienda y  de la mesilla sonaron, y Norman se detuvo. Parecía estar volviendo al detal para coger la llamada; pero no se sintió más tranquila por ello. Sin gesticular, se levantó lentamente, cuidando de sus doloridas muñecas y se sentó en el sofá. Se rodeó ella misma con sus brazos, y comenzó a mecer su cuerpo.
      —Dios, ¿por qué no puedo? Todo sería tan distinto. Sé que sería distinto. —Se  lamentaba.
  Y diciendo esto, se percató de que algo vibraba en su bolso: la pantalla de su móvil mostraba el nombre del hombre, que la hacía desear vivir y querer morir al mismo tiempo.
“Sara no lo cojas”; repetía su mente aquel consejo, al tiempo que su corazón rehusaba oírlo; y deslizó su dedo sobre el auricular verde dibujado en el display.
      —Sara, ¿puedes hablar? ¿Estás bien? No iba a llamarte, pero estoy desesperado.
      —Harry… —Las palabras fueron vetadas por la angustia, sus cuerdas vocales anudadas por el desconsuelo, y comenzó a llorar.
      —Sara, ¿qué es lo que ha pasado? ¿Qué te ha hecho ese hijo de puta?
       —Nada. No me ha hecho nada. Quiere que deje el trabajo en el instituto. Eso es todo.
       —Cariño. Ya no sé cómo pedírtelo. No sé qué más decir o hacer para que entres en razón. Esta mañana, cuando cogiste los libros, la manga de tu sweater se alzó y vi los hematomas en tus muñecas… Voy a denunciarlo, Sara.
      —No. Tú no lo entiendes, Harry.
       —¿Qué es lo que tengo que entender? ¡¿Dime?! ¡Por Dios, Sara! ¡Acabará matándote!
       —Tengo que colgar. Está a punto de subir y no quiero que me encuentre hablando contigo.
  De pronto, un gran estruendo congeló la conversación.
      —Sara, ¡¿qué ha sido eso?!
  Aquel estrépito, no sólo había llegado hasta Harry a través del auricular: fue tan atronador y continuado, que las ondas sonoras atravesaron la calle, hasta llegar a su vivienda, casi justo enfrente de Spencer’s.
      —No lo sé, Harry. Viene de abajo —contestó ella sobresaltada, a la vez que descolocada por lo inesperado de la estridencia.
      —¡No te muevas de ahí, ¿me oyes?!
  Totalmente prendido en pánico, Harry corrió hacia la puerta de su casa móvil en mano para averiguar. Se horrorizó al ver la escena. Pudo verlo todo porque, las persianas interiores de la tienda habían desaparecido de los escaparates. El juicio de Norman acababa de morir, después de una larga agonía. Estaba destrozando el negocio: golpeando los cristales de las vitrinas que saltaban en añicos, tirando estanterías, ayudándose con alaridos que reforzaban aún más si cabe, aquella extraña locura destructora.
  Harry, inerte en el dintel de su puerta, había olvidado hasta lo innato de la respiración. Intentó llamar a la policía, pero su mente estaba bloqueada. En ese momento, no entendía de números ni letras. Miraba al móvil, como si aquello sólo fuera un mero trozo de metal y cristal, y lo dejó caer al suelo (acompañando al impacto del aparato, un particular quejido de impotencia y desesperación, proveniente de su dueño). Detrás de la puerta, había una bolsa con palos de golf, Víctor se la había dejado olvidada en su último viaje. No pensó más, sabía que sus neuronas no iban a conectar, tampoco había tiempo; así que cogió uno de los palos, y salió. Atravesó una muchedumbre de zombis que se habían congregado en el lugar. Nadie hacía nada, excepto mirar y parlotear, por lo menos eso le pareció a él.
   Para Sara, se había hecho ahora el silencio; ya no se escuchaban golpes, pero si unos pasos subiendo las escaleras hacia el salón. Anduvo entonces hasta la puerta, encubridora de aquel fóbico enigma, con la mano puesta en su corazón fibrilado. Echó la cerradura, y puso el oído en la madera. Alguien movió el pomo, y ella perdió el control del aire: tal vez se trataba de algún ladrón o maleante, o tal vez se trataba de Norman. No sabía quién podría ser peor en aquella maldita tarde. De repente, un sonido de llaves, el pestillo giró. Ella se retiró de la entrada y tragó saliva. La puerta se abrió lentamente: el mismísimo demonio encarnado en su marido, parado enfrente de su hálito.
      —¡Puta! —Gritó Satanás, con el gesto desencajado; y volcó su fuerza cobarde contra el frágil cuerpo de su mujer—. ¡Voy a mataros a los dos! ¡Por eso no podías estar conmigo! ¡Te lo estabas follando, ¿verdad?! ¡Os habéis reído bien de mí! ¡Ríete ahora, maldita zorra! ¡Vamos, ríete! —La acusaba dando alaridos, mientras profanaba lo más sagrado, y abría llagas incurables en ella; engurruñada en un rincón, aguantando los golpes, rogando el final.
  Pero el inhumano detuvo su crimen, escuchó como alguien rompía  los cristales de la entrada de la tienda—. Tiene que ser él… —imploró a los abismos, al tiempo que se chupaba el nudillo ensangrentado, y giraba la cabeza hacia la puerta, esperando la consolidación de su venganza.
  Sara se levantó. Aunque le costaba la vida cualquier tipo de esfuerzo, aprovechó que Norman le estaba dando la espalda. (Aturdida por los golpes y la falta de oxígeno, pues cada inspiración que intentaba, simulaba cuchillos ahondando en su costado). Forzó aquella muñeca, cuyo dolor comparado, se intuía ahora insignificante, y agarró el marco de la puerta del dormitorio, para poder siquiera encorvar su tronco sobre las piernas.
      —Norman. —Alcanzó a rozar con su mano, la piel de uno de los brazos de su marido. (Si Harry estaba abajo, tenía que detenerlo). “Lo va a matar, Dios mío”; lamentaron sus adentros—. Norman —lo llamó de nuevo.
  El maldito giró la cabeza hacia ella. Por un momento, víctima y verdugo conectaron. Sara lo agarraba del antebrazo, aunque prácticamente, se sostenía en él. Norman sonrió, un poco de baba resbaló por la comisura izquierda de su boca. La cogió del cuello. Ella temblaba y boqueaba, sentía el rictus del miedo en sus carnes, a la vez que olía el podrido aliento de su ejecutor. El criminal acentuó la sonrisa, le dijo “adiós” con la mirada, y la estrelló contra el aparador. La sien de Sara dio contra el pico del mueble: desvaneció en el acto. Una contracción de placer, sacudió el cerebro de Norman: definitivamente, la visión de su mujer muerta, le había hecho alcanzar el clímax. Por supuesto, necesitaba más; y el siguiente sujeto a abatir, seguro acrecentaría aquel deleite asesino. 
  En las escaleras, se encontraron las dos sombras: la mala arrolló a la buena; la buena acabó cayendo de espaldas sobre las latas esparcidas en el suelo del detal, y perdió su defensa (aquel palo de golf). El maldito le hundió la bota en el estómago.
      —¡Conseguiste tu propósito, asqueroso maricón! Ya no es mía… ¡Pero tampoco va a ser tuya!
  Con el pie, Norman alejó el palo de golf de la cercanía de Harry. El cuerpo del muchacho se retorcía por la caída y la fuerte patada; quería incorporarse, pero ni siquiera podía respirar.
  Lento, como si lo tuviera todo fríamente pensado, el criminal se dirigió al mostrador del embutido, (no sin antes avivar la asfixia de su víctima, propinándole un nuevo golpe en el abdomen). No tendría que andar mucho, el mostrador estaba justo al lado. Cogió un afilado cuchillo de 30 centímetros de hoja y lo transportó acero hacia abajo, camuflándolo sin pretenderlo entre el delantal y su pierna.
  Entonces, las alarmas de la policía sonaron; y Norman se detuvo un momento, sólo  un momento: ¿Qué le importaba la policía? Lo único que le interesaba era poder manejar la muerte a su antojo.
  Harry intentó incorporarse, pero el infame volvió a noquearlo…
      —¿Es usted el dueño del local?... Hemos recibido un aviso de robo. —Dos policías entraron, y el intento de asesinato se congeló. El cuchillo, continuaba invisible entre las faldas de Norman.
  (El local destrozado, un muchacho tirado en el suelo boqueando, tosiendo, respirando con dificultad; y el presunto tendero de pie con la mirada enloquecida, y salpicaduras perdidas de sangre en su blanco delantal: escena, víctima y ladrón… Sin embargo, todo bastante desconcertante).
      —No se mueva de dónde está, ¿de acuerdo? —Advirtió el mayor de los agentes, con los ojos fijos en el tendero—. ¿Puede explicarnos qué ha pasado aquí?
  No hubo ninguna respuesta, si acaso, el ruido de las neuronas de Norman trabajando a pleno rendimiento, calculando el próximo paso.
      —Frank, acércate al que está tirado en el suelo, y comprueba su estado. —Volvió a intervenir el veterano.
  Todo transcurría a cámara lenta para aquellas cuatro mentes de la habitación. Hasta que una descarga eléctrica irracional, convirtió al brazo del putrefacto en ejecutor. No podía permitir que nadie le arrebatara a su presa, así que lanzó el cuchillo contra el agente que caminaba hacia Harry. El arma: pudo haber caído en el suelo, pudo no haber tenido un destino fatal; pero lamentablemente, acabó atravesando el pecho del joven policía.
  Harry levantó la cabeza, vio al muchacho caer, distinguió la muerte en su rostro; escuchó seguido un disparo, a los zombis gritando en la calle, mientras otros dos agentes en el exterior, mantenían a raya a la muchedumbre.
  El policía veterano había herido a Norman en el hombro, pero Harry ni siquiera se paró a averiguar, lo único que le importaba estaba en el piso de arriba.
      —¡Me cago en la leche…! ¡Alto! —Apuntó el veterano con el arma a Harry, mandándole parar.
  Pero no paró. Y el corazón pareció abandonarle, cuando después de subir las escaleras, vio las piernas de trapo de aquella mujer, que lo era todo para él, sobresaliendo desde detrás del sofá.
      —¿Sara…? ¿Sara?
  Sin fuerzas, comenzó a caminar hacia el cuerpo. Con cada paso, iba reviviendo escenas de su infancia: una joven muchacha yacía en el suelo, ante los ojos azules de un pequeño de nueve años. Y se miró las manos, las tenía empapadas de sangre: una sangre que sólo él veía, que sólo él sentía, en este presente, que nunca consiguió secar aquella sanguina humedad de sus dedos.
      —¡Sara, por favor! —Cayó de rodillas, ante la figura inmóvil de su niña—. No, mi princesa. —Acariciaba su rostro, con la mano temblorosa. Esperando quizás, algún indicio que le dijera, que no había motivos para sentir aquella angustia, ni aquel dolor—. ¡No! ¡No! ¡No! —Lloró desconsolado, hasta sentir desprendérsele el gaznate.
     —¡Inspector…! ¡Suba aquí arriba, traiga un médico!
  Enseguida, Harry tuvo compañía.
      —¡Vamos, levántese! —Luchaban por despegar al muchacho de ella.
  El médico confirmó:
      —¡Está viva!


                                                                                                                        Continuará... 

"Las culpas del amor. Capítulo I"

 escrita por Gema Lutgarda

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