LAS CULPAS DEL AMOR
GEMA LUTGARDA
DÉJATE LLEVAR POR SUS LÍNEAS
¿TE RESISTIRÁS?
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PRÓLOGO
Para Harry.
Silencio: ¿Has pensado alguna vez en el verdadero
significado de esa palabra? ¿Lo has sentido como yo lo estoy sintiendo ahora?
Hoy, soy tuya. Y el silencio va conquistando nuestro espacio
vital… despacio… muy despacio… y suavemente.
Puedo sentir cada poro de tu piel sobre la mía. Tus manos
acarician mi cara, y voy hundiéndome en tus ojos hasta tal punto que… nadie
podría discernir nuestras almas. Entonces, en este momento, la ausencia de
palabras es necesaria, y nuestras bocas se silencian… sólo buscando nuestro
aliento, nuestro contacto.
Aunque un día conociera otro tipo de mudez, cargada de
vacío, que me estrujaba el alma, que devoraba mis sentidos… Tú llegaste y me salvaste… rompiste las
mordazas de tal estridencia callada, y me enseñaste que la vida valía la pena,
que el amor jamás está manchado de culpas.
La luz de mis sueños, la claridad de mi despertar. El que
llena mi cuerpo y mi espíritu de calma…
Tú, mi silencio.
CAPÍTULO I
Era un inesperado día de sol
para estas fechas en Londres, y aunque el frío se hacía notar, las temperaturas
no habían alcanzado todavía las cotas acostumbradas.
La vida transcurría tranquila en esta
maravillosa ciudad, y el ambiente navideño ya se empezaba a sentir por todos
los lugares. Luces y guirnaldas adornaban las calles, bonitos árboles vestidos
de fiesta se alzaban en las zonas céntricas; y el espíritu de las vísperas, luchaba por
desplazar a todo aquello que no implicara armonía. Incluso aquel atípico cielo
quiso poner su granito de arena, regalando una semana antes de Nochebuena, un
atardecer repleto de colores y sutil majestuosidad: digno de recordar sin duda;
y de admirar, cuando te sientes con fuerzas para hacerlo.
Nuestra historia comienza en una esquina, ya
con la oscuridad bien avanzada, justo a las seis de la tarde. Para continuar
caminando a lo largo de dos aceras, donde dos largas filas de viviendas y
comercios, separadas por una carretera, se levantaban coquetas: pretendiendo
contarse historias, presumiendo de belleza y delicada sencillez.
En aquel comienzo, pondremos atención a las
almas, entre ellas: la del viejo Tom; que como cada tarde a esta hora, abría la
puerta de su quiosco para cerrar la jornada.
De nuevo, había llegado el momento de
inventar creativas y elegantes posturas, con las que poder mover aquella
dichosa tabla que le servía de expositor para los periódicos; y es que la
maldita ciática llevaba tiempo declarándole la guerra. Entretuvo entonces su
nariz con el humo de la pipa recién encendida, y se decidió por la flexión de
rodillas con el tronco recto.
—¡Auhhh! ¡Me cago en Dios! ¡Pero será
posible! —Blasfemó en el primer intento; llevándose las manos a los riñones,
casi ahogándose con el humo del tabaco, y elevando la cabeza hacia atrás, para
que sus rectangulares gafas no terminaran en el suelo.
—¿Se
ha hecho daño, señor Morris? —Se interesó una cálida voz familiar.
—Ah, Sara… —exclamó, cuasi-impresionado
por la inesperada compañía. Pues, a pesar de ser consciente de que estaba en
plena calle, siempre tenía la esperanza de que nadie lo cachara en estas
infructuosas tentativas; que para según qué ojos, podrían llegar a parecer
incluso un tanto cómicas; aunque por supuesto, no tuvieran ninguna gracia—. No
te preocupes, hija. No es nada. Los años que lamentablemente no perdonan. —Rio,
restándole importancia al asunto, mientras mandaba a su mano derecha sostener
la pipa —. Creía que ya te habías olvidado de tu revista, y de pasar a saludar
a este viejo cascarrabias.
—Usted no es un cascarrabias, señor
Morris.
—Tú que me ves con buenos ojos o… me
escuchas con buenos oídos. —Sonrió—. Tienes mala cara, bonita… ¿Qué te pasa?
Tom Morris quería a Sara como a una hija, la
conocía desde niña, y había sido un gran amigo de su padre.
—No me siento bien. Tal vez sea la
gripe. —Aquella evasiva, sólo fue creíble para sus cuerdas vocales, porque
sus grandes ojos verdes eran incapaces
de ocultar la amargura de su joven alma. Sus treinta y seis años, y su cara de
niña, no daban justificación a tanta tristeza. Aquella melena azabache sabía de
sus días y noches oscuras. Aquellos cabellos, conocían el suave peso de sus
lágrimas, cuando conmovidos por sus llantos, se esforzaban por entremezclarse
entre tan finos dedos, para empapar el salado líquido de la injusticia—. Deje,
yo hago eso —dijo de repente, arrebatándole nerviosa los periódicos al
quiosquero.
Y aferrada a aquella excusa de acabar el
trabajo que todavía el viejo ni siquiera había empezado, por su molesto dolor
de espalda, imploró para que a éste se
le olvidara definitivamente, aquel interrogatorio sobre su aspecto y salud.
Aunque su gesto, no hizo sino empeorar más aún la preocupación de Tom: los
movimientos de las muñecas de Sara eran imprecisos, pese a que ella se
esforzaba por demostrar naturalidad. Tal parecía, que tratara de evitar un
mayor daño del habido.
Entonces, las tripas de Tom comenzaron a
bullir:
—¿Qué te pasa en las muñecas, Sara?
—¿Qué…? No me pasa nada. Bueno, ya ve
usted qué tontería. Esta mañana al salir del baño, me resbalé, y para no darme
de bruces, puse las dos manos en el suelo. Tengo las muñecas un poco
lastimadas, pero no es nada —improvisó sobre la marcha, sin mirar a los ojos
del anciano ni una sola vez.
Continuó retirando los periódicos como pudo,
y los metió dentro del quiosco, y con la misma agitación, volvió dispuesta a
levantar la tabla expositor.
—No hace falta que la quites… Total...
está demasiado vieja y pesada para que alguien se la lleve.
Con cuidado, Tom cogió a Sara del brazo, y la
giró para que lo mirara.
—Si
pudieras saldrías corriendo de aquí, ¿verdad? —Le reclamó el viejo, con un nudo
de angustia en el gaznate—. Pero eres una chica educada; y no es correcto dejar
a un viejo amigo con la palabra en la boca… ¡Dios, Sara! Te conozco desde que no
levantabas ni un palmo del suelo… ¡Déjate ayudar por los que te quieren! ¿Por
qué volviste con él, niña? ¿Por qué volviste con tu marido?... Estás rodeada de
gente dispuesta a echarte una mano, y tú no te prendes a ella. Ese muchacho
sigue a tu lado pese a todo, pero algún día se cansará de luchar.
—Harry es lo mejor que me ha pasado en
la vida, señor Morris. Pero él tiene a
Víctor, y Norman sólo me tiene a mí. Y no puedo dejarle solo —rehusó ella. Esta vez devolviéndole la mirada a Tom, con
los ojos a punto de estallar en llanto.
—Yo, lo único que sé, es que tu padre
tiene que estar revolviéndose en su tumba, hija. —Se lamentó el viejo, con la
cara más colorada que de costumbre. Impotente y destrozado: por no poder hacer
más por aquella niña-mujer, que tanto le había encomendado su querido amigo
Bill, antes de morir.
—Mi padre lo quería, señor Morris. Para
él, era como otro hijo… Yo soy la que no he sabido ser esposa. —Bajó sus ojos,
avergonzada.
—¡Levanta la cabeza, Sara! —La zarandeó
suavemente, posando sus rechonchas manos sobre los hombros de ella—… No sabes
lo que me duele oírte hablar así. Y lo malo… es que no sé cómo hacerte
reaccionar. Ninguno lo sabemos… Estoy viejo para esto, ¿sabes?
Los ojos del anciano se aguaron. No obstante,
decidió callar. Sabía que cada palabra pronunciada por cualquiera de las dos
partes desde este momento en adelante: no sólo sería inútil, sino también
hiriente. Cogió el magazín que le tenía guardado en el quiosco y se lo entregó.
—Toma, bonita. Tu revista. Y perdona a
este viejo metomentodo… Sólo te pido que no dejes de venir a verme, aunque a
veces hable de más —rogó el anciano.
—¿Cómo puede creer eso?... Usted… usted
es para mí, lo más parecido a un padre… Tiene todo el derecho del mundo a
decirme lo que quiera. —Y abrazó a aquel
hombre, intentando dar reposo a su desasosiego. Quizás, buscando el calor de
esa figura paterna que a veces soñaba cerca en espíritu, pero que al despertar
nunca encontraba. Se sentía la mujer más desgraciada del mundo. Lloró desconsolada
sin pretender la escena. No podía más, todo le pesaba demasiado.
Tom, conmovido y desgarrado por el abrazo de
la que su alma había adoptado como hija, sintió entonces la necesidad de salir
corriendo, para poner en su lugar al
monstruo profanador de aquella alegría de antaño. Pero nada ganaría con la violencia, sobre todo
porque sus huesos seguramente no le responderían con la misma fuerza, ímpetu y
decisión, que proclamaban sus neuronas.
Con suavidad, separó a Sara de su hombro,
acunando aquellas mejillas entre sus manos:
—¿Qué te pasa, Sara? En todos estos años
que llevas con ese cretino, nunca te había visto así. Tan derrotada, tan… No
vuelvas a casa esta noche, bonita.
—Usted no lo entiende…Tengo que volver,
señor Morris —insistió ella.
—Hija… Por favor, Sara.
—No se preocupe, Tom… Estoy bien. Debe
de ser la gripe la que me tiene así. Siento haberle puesto mal, haberle
preocupado. Lo siento mucho, de verdad.
Con las manos todavía temblorosas a causa del
mal rato, Sara se secó las mejillas, arrugando con sus lágrimas las primeras
páginas de la revista que sostenía.
—Tengo que irme.
Tom asintió. No sabía que más decir o hacer.
Y pidiéndole perdón al cielo por creerse cobarde, la dejó ir. Sin atreverse a
mirar aquella figura que se alejaba calle abajo: lenta y pensativa. Mientras
cerraba los portones de su quiosco, poniendo fin a aquel extraordinario día.
Sara continuó avanzando con paso taciturno;
marcando su andar: el incesante clac de sus tacones a media altura. Fue
adentrándose en la bella calle escenario de nuestra historia, y se paró entre
el número seis y ocho de la acera derecha.
Allí, formada por dos fachadas apenas
transformadas, lucía Spencer’s, el viejo ultramarinos donde un día, tal vez no
tan lejano, fue feliz. Abrir aquellas puertas, siempre había causado en ella
una sonrisa: desde el primer tintineo de la campana colgada en el marco de la
entrada, hasta el último rincón minado con bonitos recuerdos ahora mancillados.
En aquella tienda, parecía haberse congelado
el tiempo. Suelos y paredes de madera le daban calidez al local, e incluso un
cierto toque mágico, se podría decir. Las vitrinas estaban impolutas y
celosamente cuidadas, los artículos colocados en un estricto orden. En
definitiva, todo como entonces: hasta aquel cuadro de la pared detrás del
mostrador, encima del despacho de pan, con una Virgencita de la cofradía
malagueña a la que había pertenecido la esposa de Bill Spencer y madre de Sara—:
“Una ventana a mi adorada tierra, y la bendición y protección de mi hogar”. —Solía
decirle a un marido completamente ateo; cuya única creencia estaba fijada en su
familia, y en el amor que sentía por ellos. A tanto llegaba su devoción, que
hizo del amplio primer piso de la tienda su hogar, para estar lo más cerca
posible de sus tres tesoros: su mujer y sus dos pequeñas.
No obstante, y pese a la obstinación de aquel
sitio, el tiempo pasó; y aunque aquel mostrador nunca fue desocupado, ni la
casa deshabitada; el alma usurpadora de ese espacio y estatus familiar, nunca ni
por asomo remplazaría al amor que en otros tiempos fue vertido.
El pretendido heredero tenía un nombre:
Norman Hill; y como todos los anocheceres hizo cliquear las monedas. Orgulloso
de sus ganancias, susurraba cantidades haciendo cuentas. Alto, fuerte, de pelo
rubio y cara angelical, con el interior
podrido hasta las trancas, pero bien guardado en secreto. Candil de puerta
ajena, que reservaba el privilegio del conocimiento de sus inmundicias
exclusivamente a su esposa; pues pocos, podrían adivinar de aquel Mr. Hyde de las horas íntimas: echado a perder a causa
de los celos, la inseguridad y la envidia. Reconcomido por los triunfos de
ella, en vez de engrandecido: Sara creció bajo el cariño de una familia,
mientras que él aprendió a odiarse a sí mismo entre los muros de un orfanato;
la muchacha cursó estudios universitarios acabando con altas notas su
licenciatura en filología hispánica; él, a lo más que pudo aspirar, fue a estar
detrás de aquel mostrador tan amado y odiado, como lo era su propia vida; pues
nunca había sido capaz de retener dos frases seguidas de ningún libro, o
atender a largas peroratas de un
profesor estirado, pese a que su suegro en un tiempo le dio la oportunidad de
hacerlo. Eligió pues, el poder de la posesión como defensa: la hizo suya como
si de un lingote inerte se tratara, celando siempre su robo, anulando su valía
para proteger su pertenencia.
—¿Se puede, señor Spencer? Disculpe la
hora, pero es que me he quedado sin huevos. Quisiera saber, si me podría vender
media docena.
Hacía su aparición como cada tarde y a última
hora, el telediario andante de la señora Watson. Un vejestorio solterón y
amargado con cara de bruja, que
acalorada por la visión atractiva del tendero, abrió un botón de su
abrigo de forma insinuante, y bastante ridícula por cierto.
—¡Señor Hill, no Spencer! —Protestó
éste, en un tono inaudible pero evidentemente molesto. Sin embargo, levantó la
vista con una falsa sonrisa: forzada y vomitiva… (¡El muy hipócrita!)—. Por
supuesto, guapísima… media docena y uno de regalo… ¡Aja! Aquí tiene...
—¡Qué amable es usted… tan guapo y tan
simpático! Siempre lo he dicho, desde que usted regenta la tienda, este lugar
parece otro. Ni punto de comparación con el viejo Bill. Imagínese, se atrevió a
echarme de aquí... Y total, sólo por decirle unas cuantas verdades a la cara… Y
no es que fuera mala persona, al contrario. Lo que pasa es que andaba
hipnotizado por la pécora de su esposa. Yo podría haberle dado otras mieles, ¿sabe?...
Pero, él se lo perdió. —Repitió con voz chillona, la misma anécdota añeja de
otras tardes, apoyando su antebrazo entre los huevos y el mostrador, abriendo y
cerrando aquellas puñaladas que tenía por ojos; en un intento, de hacerle probar al tendero,
aquello que ella llamaba mieles, que si acaso, alguna vez habían llegado a ser
pastosa melaza.
—Una verdadera injusticia, sí señora —le
respondió Norman, acercándose a la bolsa de huevos, a la vez que a su arrugada
nariz.
—Ya ve. Así es esta familia. Un nido de
mosquitas muertas, y perdone por la parte que le toca. Y encima con suerte. La
españolita esa, defendida a capa y espada por el zoquete de su marido. Y ahora
usted, cargando con el negocio familiar. Del que por cierto, ninguna de las
hijas quiso hacerse cargo. Una porque se largó, primero a un apartamento,
después al extranjero o algo así… En realidad, me parece que ni entre ellas se
aguantan. Siempre ha estado celosa de su hermana… Y la otra… Bueno, espero que
no me vaya a echar también a la calle por hablar de su esposa, como lo hizo el
señor Spencer. Además, no le voy a contar nada que usted ya no sepa. Pero esa amistad que tiene con el
sarasa… Bueno… pobrecito, yo no tengo nada en contra de ellos, después de todo,
nadie pide nacer con defectos… De todas formas… esa gente, suele tener la mente
depravada… Aunque si ha de tener una amistad… mejor alguien así. Por lo menos
no hay riesgo de… usted ya me entiende…
—Señora Watson… —La interrumpió, con las
tripas alcanzando el punto máximo de
ebullición—… Agradezco enormemente sus consejos… Es una conversación realmente
interesante, pero… —Sujetó disimuladamente su desesperación entre dientes.
Sosteniendo en todo momento, esa sonrisa abierta con alicates.
—¡Uyyyyy! Claro que sí. Es muy tarde. Y
yo aquí, entreteniéndole. Sólo espero que no se haya molestado por lo que le he
dicho. Lo hago con toda mi buena intención…Y es que me cae usted tan bien. —Y
cogiendo la bolsa de huevos, salió la cacatúa orgullosa de su última siembra.
—¡Vieja asquerosa! —Susurró Sara, tras
casi darse de bruces contra ella.
—¡Te
quieres callar! ¡¿Qué pretendes?! ¡¿Qué te escuche esa bruja!? —Le recriminó
Norman, fichando por finalización de jornada laboral, esa amabilidad que hasta
hace un segundo, todavía continuaba en activo—. ¡¿Dónde estabas?!
—Comprando una revista —le respondió
ella, con la voz todavía congestionada por el llanto, sin mirarlo a la cara.
Cada vez soportaba menos su presencia. Sólo quería salir corriendo escaleras
arriba para perderlo de vista, aunque fuera por un rato.
—¡¿Tres cuartos de hora para comprar una
revista?! ¿A quién has estado llorándole las penas? ¿A tu amigo el maricón? —Insinuó
sarcástico.
—Sólo he estado fuera diez minutos. Y no
le he llorado las penas a nadie, Norman.
Sin levantar la cabeza, aceleró sus pasos
hacia las escaleras de acceso a la casa para por fin quitarse de en medio, pero
la voz bronca de su verdugo la detuvo.
—Quiero que dejes el trabajo.
—¡¿Qué?!
¡¿Estás loco?! —Se giró hacia él, incrédula—. ¡Te di una segunda oportunidad
porque me prometiste que todo iba a cambiar! ¡Y una de las condiciones fue que
no ibas a impedirme trabajar fuera de casa!
Los temblores tomaron el control del cuerpo
de Sara. El miedo y la ira se habían apoderado de ella, de tal forma, que se
sentía morir.
—¡¿Y qué hay de tus promesas?! ¡Ni
siquiera eres capaz de cumplirme como mujer! —Le reclamó el energúmeno.
—¡Te dije que me encontraba mal, Norman!
—¡Y un cuerno, Sara!
—¡Estaba con el periodo, hijo de puta!
—¡Muy
bien!... ¡Insúltame… o denúnciame si lo prefieres! ¡Tengo todo el derecho del
mundo a hacerte el amor! ¡Tengo todo el derecho del mundo a que mi mujer me
responda, maldita sea!... ¡Vas a dejar el trabajo, porque no quiero que te veas
con él nunca más! ¡No te gusta la tienda!... ¡Perfecto! ¡Volvemos a habilitar
la habitación, y retomas lo de la restauración de antigüedades! ¡Así te
entretienes! ¡No lo aguanto, Sara! ¡Por culpa de ese puto maricón de mierda estamos
así!... ¡Todo estaba normal entre nosotros antes de que llegara a nuestras
vidas!
—¡¿Todo estaba normal entre nosotros?!
¡¿Qué es normal para ti, Norman?! ¡¿Vivir casi en clausura arreglando cosas
viejas?! ¡¿Enfrentarme a tus estúpidos celos cada vez que un hombre me daba los
buenos días?!
—¡Te lo di todo! —Reivindicó el
putrefacto, con la vena del cuello en relieve.
—¡Regalos
materiales que ni siquiera podía usar por miedo a tu mente retorcida! —Le echó
ella en cara.
—¡Sabes qué nadie me ha enseñado a querer,
Sara! ¡No tengo otra forma de demostrar lo que siento! ¡Por lo menos, yo sí lo
intento! ¡¿Pero cómo voy a hacer con una mujer que me aborreció desde el primer
momento?!... ¡Tú eres la única culpable de mi comportamiento, de mi angustia,
de mis celos! —Hundió sus garras, en el punto débil de Sara.
De repente, a ella se le paró el corazón
cuando vio abrirse la puerta del negocio.
—¿Pasa algo, Sara? —Interrumpió un
muchacho.
—¡Ja! ¡Mira por dónde!... ¿Cómo es ese
dicho…? ¡¿Mentando al demonio y va y aparece?! —Arremetió Norman exasperado.
De estar en parada, el corazón de Sara pasó a
latir a ritmo de explosión: su marido había salido del mostrador, y estaba
encaminando sus pasos hacia el recién llegado.
—¡Harry, vete de aquí, por Dios! —Le
suplicó ella, temiendo lo peor.
—No, ¿por qué…? —Intervino Norman,
refregando arrogancia—. Déjalo que se quede, cariño. No hay que tratar mal a
los clientes. Y especialmente, si son amigos de la familia, ¿verdad? —Ironizó
el iracundo, de una forma peligrosa y sarcástica.
Pero el muchacho no se dejó intimidar. Pese a
no medir más de un metro sesenta y ocho, y de su complexión endeblucha: se
mostró entero, inamovible; devolviendo en todo momento la mirada a su agresor.
Sus grandes ojos azules ni siquiera parpadearon; lo oscuro de su pelo, que
siempre hacía resaltar su blanca piel, se veía ahora atenuado, por lo rojo de
su faz. La inquina que sentía hacia Norman, era tan palpable, que casi abruma a
su adversario.
—¿Algún problema? —Continuó Norman con la
función—… A lo mejor se te ha acabado la vaselina… Upps, mala suerte… No
vendemos vaselina aquí, ¿verdad, mi amor?
—¡Asqueroso cabrón, hijo de puta! —Se
abalanzó Harry harto de improperios, como si algo lo hubiera empujado por
detrás. Algo, que no era otra cosa que las ganas que le tenía a aquel pedazo de
carne; que de repente, había estallado en carcajadas, pues ni siquiera lo llegó
a tocar, al interponerse Sara entre ellos.
—¡Patético! —Espetó Norman en tono
jocoso, mientras continuaba desternillándose.
Ella intentaba persuadir a Harry, empujándolo
hacia la puerta. Quería evitar un mal enfrentamiento como fuera.
—¡Basta ya, Harry! ¡Basta! ¡Por favor,
vete!
—¡No
pienso dejarte aquí con este psicópata! ¡Se escuchan los gritos desde la calle!
¡Por Dios, Sara! ¡Reacciona! —Rehusó, apoyado ya contra el cristal de la
entrada, agarrando suavemente aquellas manos que empujaban su pecho para
despedirlo.
—¡En
todo caso, es mi vida… y mi marido, Harry! —No quería herirlo con sus palabras,
pero era la única forma de hacer que éste se fuera—. Por favor —le imploró,
esta vez, utilizando un tono más suave—. Vete
Aquella última mirada cuajada en lágrimas, lo
hizo ceder. Sólo por ahora. Sabía que todo estaba llegando a su límite, y temía
el final… le aterrorizaba. Por eso, permanecería expectante pese a ella, para
que no se repitiera la pesadilla.
Por fin, abrió la puerta y salió, dialogando
a través de sus ojos con Sara, telepatizando un “estaré aquí al lado”, a la
otra parte de su alma, que iba a dejar sola
con semejante energúmeno.
Tan pronto cerró la puerta, Norman puso fin a
aquel particular festival de risotadas, y dirigió sus pasos hacia ella.
—¡Norman!... ¡Déjalo! ¡¿Qué vas a hacer?!
—Lo detuvo, creyendo que saldría detrás de su protector para continuar la
pelea.
—Cerrar la puerta con llave, cariño… ¿O
es que te apetece recibir más visitas inesperadas?
Dio dos vueltas a la cerradura, y echó la
persiana interior de la entrada. Ahora, Sara estaba atrapada entre aquella
puerta y el cuerpo de él: respirando su aliento, sintiendo su olor, y aquella
mano rasposa y ruda que rozaba la piel de su cuello, hasta llegarle a la
apertura de su blusa.
Norman miró hacia los pequeños escaparates de
los lados, y se cercioró de que también estuvieran cubiertos: nadie les podía
ver. Decidió controlar su tono de voz: “El maricón tenía razón. Los gritos se
podían escuchar desde la calle, y eso no le venía nada bien al negocio, ni a su
reputación”.
—¿Por qué tiemblas?... No soy un
monstruo... No sabes lo que daría porque me desearas la mitad de lo que lo
deseas a él… Me estoy volviendo loco, Sara —susurraba, excitado sobre su
cuello.
Ella
sintió nauseas.
—No sé de dónde sacas eso, Norman. Harry
es sólo un buen amigo.
—Sí. Ya lo sé. Pero sólo es un buen amigo
porque cojea del otro lado, ¿verdad? Porque a ti te excita. Puede que
cualquiera lo haga más que yo… Esa es la historia de mi vida. Siempre hay
alguien más querido. Desde pequeño, en ese odioso orfanato.
El iracundo rozaba con su nariz las mejillas
de Sara. Ella estaba rígida, casi sin respiración, deseando perecer; aunque al
mismo tiempo, sentía tanta pena por su marido que se ahogaba.
—Norman. Por favor… —le rogaba, bañada en
babas y sudor ajenos.
—¡¿Pero qué tengo que hacer para que me
veas como a un hombre y no como a una babosa?! ¡¿Dime?! ¡Sólo te pido que me
ames… o que lo finjas por lo menos! —Volvió a perder el dominio de su habla.
Como un poseso, le puso la mano a Sara en el
cogote, separándola de la puerta; y tiró de ella hacia las escaleras,
agarrándola por los cabellos.
—¡Norman, por favor!... ¡Por favor! ¡Te
lo ruego! —Lloraba e imploraba, desesperada por la condena.
—¡Cállate! ¡Soy tu marido, maldita sea!
¡No quiero escuchar ni un solo grito más, ¿me entendiste?! ¡No voy a estar en
boca de todos por culpa de tu escándalo! ¡Cuando lo único que estoy reclamando,
es el derecho a estar con mi mujer! ¡Es eso mucho pedir, ¿eh?!
La arrastró escaleras arriba. Abrió la puerta
del salón y la arrojó contra el sofá. Se desató el pantalón y se le echó
encima. Sara cerró los ojos resignada, y se agarró a la tela del asiento con
fuerza. De pronto, él se detuvo.
—No. Otra vez no. Así no. Merezco que mi
mujer me haga sentir hombre, no una alimaña… ¡Vamos, levántate!
Pero ella era incapaz de ejecutar movimiento
alguno. No era dueña de su cuerpo en ese momento.
—¡Qué te levantes! —Ahogó el grito. Y la
obligó a incorporarse agarrándola por el cuello—. Voy abajo, a terminar de
cerrar y a hacer las cuentas… ¡Y tú! ¡Te vas a lavar la cara! ¡Vas a dejar de
llorar! ¡Te vas a poner aquel camisón negro que te regalé! ¡Y me vas a esperar
en la cama!... ¡Vamos a hacer el amor como Dios manda, ¿entendido?!... Me lo
debes —sentenció, dejándola caer de malas maneras en el asiento.
Sin mirarla, se dirigió hacia la salida, y
abandonó la habitación dando un portazo.
Ella, llena de rabia, descargó su impotencia
golpeando con todas sus fuerzas aquella puerta recién cerrada; pero el dolor de
sus lastimadas muñecas al chocar contra la madera, la hizo encoger. Resbaló
entonces su cuerpo vencido contra la entrada, hasta sentarse en el suelo,
barriendo con su oscura melena el fino barniz del acceso. Contempló el salón.
Aquella habitación donde había compartido juegos, risas de infancia: era su
cárcel dorada.
Entreteniendo sus pupilas con el vaivén del
péndulo del viejo reloj, sólo esperaba el momento; permanecía estática, con el
suelo como cojín y la puerta como respaldo. Hasta que aquel reloj dejó de ser
su referencia. Miró a una fotografía que había sobre la mesilla, junto al sofá,
en la que Norman sonreía: la agarraba feliz y orgulloso; parecía alardear de lo
que tenía entre sus brazos; apenas tenían 18 y 21 años en esa foto. Se
preguntaba, desde cuándo se había ido todo al traste. El porqué, lo tenía
asumido: estaba anulada como mujer.
Media hora después, los pasos de Norman
subiendo las escaleras la sacaron de un nuevo estado cataléptico. El estómago
se le encogió; los teléfonos de la tienda y
de la mesilla sonaron, y Norman se detuvo. Parecía estar volviendo al
detal para coger la llamada; pero no se sintió más tranquila por ello. Sin
gesticular, se levantó lentamente, cuidando de sus doloridas muñecas y se sentó
en el sofá. Se rodeó ella misma con sus brazos, y comenzó a mecer su cuerpo.
—Dios, ¿por qué no puedo? Todo sería tan
distinto. Sé que sería distinto. —Se
lamentaba.
Y diciendo esto, se percató de que algo
vibraba en su bolso: la pantalla de su móvil mostraba el nombre del hombre, que
la hacía desear vivir y querer morir al mismo tiempo.
“Sara
no lo cojas”; repetía su mente aquel consejo, al tiempo que su corazón rehusaba
oírlo; y deslizó su dedo sobre el auricular verde dibujado en el display.
—Sara, ¿puedes hablar? ¿Estás bien? No
iba a llamarte, pero estoy desesperado.
—Harry… —Las palabras fueron vetadas por
la angustia, sus cuerdas vocales anudadas por el desconsuelo, y comenzó a
llorar.
—Sara, ¿qué es lo que ha pasado? ¿Qué te
ha hecho ese hijo de puta?
—Nada. No me ha hecho nada. Quiere que
deje el trabajo en el instituto. Eso es todo.
—Cariño. Ya no sé cómo pedírtelo. No sé
qué más decir o hacer para que entres en razón. Esta mañana, cuando cogiste los
libros, la manga de tu sweater se alzó y vi los hematomas en tus muñecas… Voy a
denunciarlo, Sara.
—No. Tú no lo entiendes, Harry.
—¿Qué
es lo que tengo que entender? ¡¿Dime?! ¡Por Dios, Sara! ¡Acabará matándote!
—Tengo que colgar. Está a punto de subir
y no quiero que me encuentre hablando contigo.
De pronto, un gran estruendo congeló la
conversación.
—Sara, ¡¿qué ha sido eso?!
Aquel estrépito, no sólo había llegado hasta
Harry a través del auricular: fue tan atronador y continuado, que las ondas
sonoras atravesaron la calle, hasta llegar a su vivienda, casi justo enfrente
de Spencer’s.
—No lo sé, Harry. Viene de abajo —contestó
ella sobresaltada, a la vez que descolocada por lo inesperado de la estridencia.
—¡No te muevas de ahí, ¿me oyes?!
Totalmente prendido en pánico, Harry corrió
hacia la puerta de su casa móvil en mano para averiguar. Se horrorizó al ver la
escena. Pudo verlo todo porque, las persianas interiores de la tienda habían
desaparecido de los escaparates. El juicio de Norman acababa de morir, después
de una larga agonía. Estaba destrozando el negocio: golpeando los cristales de
las vitrinas que saltaban en añicos, tirando estanterías, ayudándose con
alaridos que reforzaban aún más si cabe, aquella extraña locura destructora.
Harry, inerte en el dintel de su puerta,
había olvidado hasta lo innato de la respiración. Intentó llamar a la policía,
pero su mente estaba bloqueada. En ese momento, no entendía de números ni
letras. Miraba al móvil, como si aquello sólo fuera un mero trozo de metal y
cristal, y lo dejó caer al suelo (acompañando al impacto del aparato, un
particular quejido de impotencia y desesperación, proveniente de su dueño).
Detrás de la puerta, había una bolsa con palos de golf, Víctor se la había
dejado olvidada en su último viaje. No pensó más, sabía que sus neuronas no
iban a conectar, tampoco había tiempo; así que cogió uno de los palos, y salió.
Atravesó una muchedumbre de zombis que se habían congregado en el lugar. Nadie
hacía nada, excepto mirar y parlotear, por lo menos eso le pareció a él.
Para
Sara, se había hecho ahora el silencio; ya no se escuchaban golpes, pero si
unos pasos subiendo las escaleras hacia el salón. Anduvo entonces hasta la
puerta, encubridora de aquel fóbico enigma, con la mano puesta en su corazón
fibrilado. Echó la cerradura, y puso el oído en la madera. Alguien movió el
pomo, y ella perdió el control del aire: tal vez se trataba de algún ladrón o
maleante, o tal vez se trataba de Norman. No sabía quién podría ser peor en
aquella maldita tarde. De repente, un sonido de llaves, el pestillo giró. Ella
se retiró de la entrada y tragó saliva. La puerta se abrió lentamente: el
mismísimo demonio encarnado en su marido, parado enfrente de su hálito.
—¡Puta! —Gritó Satanás, con el gesto
desencajado; y volcó su fuerza cobarde contra el frágil cuerpo de su mujer—.
¡Voy a mataros a los dos! ¡Por eso no podías estar conmigo! ¡Te lo estabas
follando, ¿verdad?! ¡Os habéis reído bien de mí! ¡Ríete ahora, maldita zorra!
¡Vamos, ríete! —La acusaba dando alaridos, mientras profanaba lo más sagrado, y
abría llagas incurables en ella; engurruñada en un rincón, aguantando los
golpes, rogando el final.
Pero el inhumano detuvo su crimen, escuchó como
alguien rompía los cristales de la
entrada de la tienda—. Tiene que ser él… —imploró a los abismos, al tiempo que
se chupaba el nudillo ensangrentado, y giraba la cabeza hacia la puerta,
esperando la consolidación de su venganza.
Sara se levantó. Aunque le costaba la vida
cualquier tipo de esfuerzo, aprovechó que Norman le estaba dando la espalda.
(Aturdida por los golpes y la falta de oxígeno, pues cada inspiración que
intentaba, simulaba cuchillos ahondando en su costado). Forzó aquella muñeca, cuyo
dolor comparado, se intuía ahora insignificante, y agarró el marco de la puerta
del dormitorio, para poder siquiera encorvar su tronco sobre las piernas.
—Norman. —Alcanzó a rozar con su mano, la
piel de uno de los brazos de su marido. (Si Harry estaba abajo, tenía que
detenerlo). “Lo va a matar, Dios mío”; lamentaron sus adentros—. Norman —lo
llamó de nuevo.
El maldito giró la cabeza hacia ella. Por un
momento, víctima y verdugo conectaron. Sara lo agarraba del antebrazo, aunque
prácticamente, se sostenía en él. Norman sonrió, un poco de baba resbaló por la
comisura izquierda de su boca. La cogió del cuello. Ella temblaba y boqueaba,
sentía el rictus del miedo en sus carnes, a la vez que olía el podrido aliento
de su ejecutor. El criminal acentuó la sonrisa, le dijo “adiós” con la mirada,
y la estrelló contra el aparador. La sien de Sara dio contra el pico del
mueble: desvaneció en el acto. Una contracción de placer, sacudió el cerebro de
Norman: definitivamente, la visión de su mujer muerta, le había hecho alcanzar
el clímax. Por supuesto, necesitaba más; y el siguiente sujeto a abatir, seguro
acrecentaría aquel deleite asesino.
En las escaleras, se encontraron las dos
sombras: la mala arrolló a la buena; la buena acabó cayendo de espaldas sobre
las latas esparcidas en el suelo del detal, y perdió su defensa (aquel palo de
golf). El maldito le hundió la bota en el estómago.
—¡Conseguiste tu propósito, asqueroso
maricón! Ya no es mía… ¡Pero tampoco va a ser tuya!
Con el pie, Norman alejó el palo de golf de
la cercanía de Harry. El cuerpo del muchacho se retorcía por la caída y la
fuerte patada; quería incorporarse, pero ni siquiera podía respirar.
Lento, como si lo tuviera todo fríamente
pensado, el criminal se dirigió al mostrador del embutido, (no sin antes avivar
la asfixia de su víctima, propinándole un nuevo golpe en el abdomen). No
tendría que andar mucho, el mostrador estaba justo al lado. Cogió un afilado
cuchillo de 30 centímetros de hoja y lo transportó acero hacia abajo,
camuflándolo sin pretenderlo entre el delantal y su pierna.
Entonces, las alarmas de la policía sonaron;
y Norman se detuvo un momento, sólo un
momento: ¿Qué le importaba la policía? Lo único que le interesaba era poder
manejar la muerte a su antojo.
Harry intentó incorporarse, pero el infame
volvió a noquearlo…
—¿Es usted el dueño del local?... Hemos
recibido un aviso de robo. —Dos policías entraron, y el intento de asesinato se
congeló. El cuchillo, continuaba invisible entre las faldas de Norman.
(El local destrozado, un muchacho tirado en
el suelo boqueando, tosiendo, respirando con dificultad; y el presunto tendero de
pie con la mirada enloquecida, y salpicaduras perdidas de sangre en su blanco
delantal: escena, víctima y ladrón… Sin embargo, todo bastante desconcertante).
—No se mueva de dónde está, ¿de acuerdo?
—Advirtió el mayor de los agentes, con los ojos fijos en el tendero—. ¿Puede
explicarnos qué ha pasado aquí?
No hubo ninguna respuesta, si acaso, el ruido
de las neuronas de Norman trabajando a pleno rendimiento, calculando el próximo
paso.
—Frank, acércate al que está tirado en el
suelo, y comprueba su estado. —Volvió a intervenir el veterano.
Todo transcurría a cámara lenta para aquellas
cuatro mentes de la habitación. Hasta que una descarga eléctrica irracional,
convirtió al brazo del putrefacto en ejecutor. No podía permitir que nadie le
arrebatara a su presa, así que lanzó el cuchillo contra el agente que caminaba
hacia Harry. El arma: pudo haber caído en el suelo, pudo no haber tenido un
destino fatal; pero lamentablemente, acabó atravesando el pecho del joven
policía.
Harry levantó la cabeza, vio al muchacho
caer, distinguió la muerte en su rostro; escuchó seguido un disparo, a los
zombis gritando en la calle, mientras otros dos agentes en el exterior,
mantenían a raya a la muchedumbre.
El policía veterano había herido a Norman en
el hombro, pero Harry ni siquiera se paró a averiguar, lo único que le
importaba estaba en el piso de arriba.
—¡Me cago en la leche…! ¡Alto! —Apuntó el
veterano con el arma a Harry, mandándole parar.
Pero no paró. Y el corazón pareció
abandonarle, cuando después de subir las escaleras, vio las piernas de trapo de
aquella mujer, que lo era todo para él, sobresaliendo desde detrás del sofá.
—¿Sara…? ¿Sara?
Sin fuerzas, comenzó a caminar hacia el
cuerpo. Con cada paso, iba reviviendo escenas de su infancia: una joven
muchacha yacía en el suelo, ante los ojos azules de un pequeño de nueve años. Y
se miró las manos, las tenía empapadas de sangre: una sangre que sólo él veía,
que sólo él sentía, en este presente, que nunca consiguió secar aquella sanguina
humedad de sus dedos.
—¡Sara, por favor! —Cayó de rodillas, ante
la figura inmóvil de su niña—. No, mi princesa. —Acariciaba su rostro, con la
mano temblorosa. Esperando quizás, algún indicio que le dijera, que no había
motivos para sentir aquella angustia, ni aquel dolor—. ¡No! ¡No! ¡No! —Lloró desconsolado,
hasta sentir desprendérsele el gaznate.
—¡Inspector…!
¡Suba aquí arriba, traiga un médico!
Enseguida, Harry tuvo compañía.
—¡Vamos, levántese! —Luchaban por
despegar al muchacho de ella.
El médico confirmó:
—¡Está viva!
Continuará...
"Las culpas del amor. Capítulo I"
escrita por Gema Lutgarda
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