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domingo, 27 de julio de 2014

NO HAY BARRO EN MÍ.



NO HAY BARRO EN MÍ









 Llueve. Está lloviendo. Apenas puedo ver el abandonado jardín a través de los cristales de la ventana. Me angustia la falta de claridad, la noche, la lluvia, mis pensamientos. Ni siquiera volví a la cama… El agua resbala por las canales, chisporrotea en el alfeizar,  se vierte al suelo… convirtiendo la tierra en barro, convirtiendo…
   Encojo los ojos, un rayo electrifica el cielo, ilumina la habitación. Me tapo los oídos. No me gusta el trueno. Le tengo mucho miedo a la tormenta, mamá. ¿Mamá?
  —¿Mami? —Me aferro a mi muñeca, la aprieto contra mi pecho. He escuchado un ruido. Llueve, llueve mucho.  Mami no ha venido a verme—. ¿Mami? —Comienzo a cantar la canción que ella me ha enseñado. Es una canción mágica. La canción nos protege, nos hace sonreír. Miro a mi muñeca, ella no sonríe. El trueno ruge.  Me tapo la cabeza con la mantita—. Shhhh… No tengas miedo, Dora. El trueno es bueno. Solo juega con el rayo. Solo juega con el rayo. —Le acaricio el pelito a mi muñeca: “Pobrecita, está asustada”. Será mejor que busquemos a mamá: “Te sentirás mejor después, Dora”… Toco con mis pies descalzos el suelo: “No debo andar descalza en invierno o me pondré malita”. El trueno ruge otra vez y salgo corriendo sin coger las zapatillas. Dora está asustada. Tengo que llevársela a mamá… Me aúpo para alcanzar el pomo de la puerta. Ya lo alcanzo, he crecido,  ya soy grande; por eso no tengo miedo; pero Dora es pequeñita y sí lo tiene. La puerta se abre, el pasillo está oscuro. Escucho a papá… El trueno se ha callado; pero a veces su voz es más fuerte que la del trueno. No me gusta. No me gusta. Sin embargo, hoy habla bajito. Está en el baño. Le está hablando a mamá.
  —¿Mami?
  —Eres tan bonita, Luisa… Tan… bonita… —La voz de papá suena diferente. Casi no lo oigo. No grita. ¿Le está contando a mami un secreto? Los secretos son feos.  No me gustan, duelen. Yo tengo muchos secretos, no puedo contarlos porque, si no, papá le hará daño a Dora. Dora es mi hijita, yo soy su mamá, tengo que protegerla.
  “No pasa nada, Dora. No tiembles”; aprieto el cuerpecito blando de mi muñeca para darle calor—. ¿Mami?  —Mami no contesta. Está callada. Está en el baño. Con papá… Me froto el pecho y calmo a Dora. Tengo una sensación rara en la garganta: me… aprieta; mi corazón salta. Siempre salta cuando papá está delante, cuando estamos solos, cuando me… me…  —. Shhhh… No debo decirlo, es un secreto.
  Llego a la puerta del baño y miro al pomo. Ya lo alcanzo, ya soy grande; pero no sé si quiero abrirla. Mamá no contesta. ¿Me he portado mal? No se lo he dicho a nadie, papá. No se lo he dicho a nadie—. ¿Mami? —Sale humo del baño, hace mucho calor; pero yo tengo frío. La puerta está abierta, solo un poquito abierta. La empujo y…
  —¡¡¡¡¡NO!!!! ¡¡¡¡MAMÁ!!!!!
  —¡Dios mío, Elena! ¡Cariño! —Sus brazos me atrapan, me zarandean. La naturaleza retumba, el rayo baña de tétrica luz la oscuridad. Mis pupilas se mueven rápido, quieren escapar de esta pesadilla; pero llueve, llueve demasiado. Y tengo frío, ¡tengo tanto frío!
  —¡Está muerta. Está muerta, Christian!
  —Dios, Elena… Cálmate, mi amor… Sabía que esto iba a pasar. Sabía que esto iba a pasar. Me he asustado tanto cuando he entrado en tu habitación y no te he visto en la cama.
  —Yo me he portado bien. Me he portado bien. No se lo he dicho a nadie. No se lo he dicho a nadie. —Las palabras salen disparadas de mi boca, mi psique las expulsa sin que mi razón pueda hacer nada por paralizarlas.
 Y él me envuelve; mientras el relámpago consigue hacer visible nuestro sudor, mientras el gélido trueno vuelve a sobrecogerme. Me mece, me cubre, en el suelo de esta habitación, aún vacía, sin muebles. Tan vacía como mi alma. Por eso lo necesito, necesito de él para seguir adelante. Para saber que estoy viva. Que merezco estar viva.
  —Dime que no vas a dejarme nunca, Christian. Que siempre vas a estar ahí cuando haya tormenta —le suplico; acurrucándome en su envoltura, en su regazo; posando la cabeza sobre su pecho, oliendo su piel: ese olor que me tranquiliza, que siento como aquella canción que mi madre cantaba y me hacía sonreír; sin embargo, no sonrío.
  —Mírame, Elena —y su tierna voz insta a mis ojos a abrirse, a hundirme en sus profundos irises marrones; aunque tiemble por dentro: por el miedo a que mi mirada descubra mi vergüenza. No quiero perderle—. ¿Qué ocultas? ¿Qué no me quieres decir?
  —Él la mató, Chris… Mi madre no se suicidó. Pero, todos le creyeron. La policía, su familia e incluso la familia de mi madre. Tuve que vivir con él. Con ese asesino todos estos años… No sabes cuánto le odio.
  —No es odio, Elena… —bosquejan sus labios sin apartar su mirada: adivinando, profundizando en mis miedos. Mi piel se eriza al compás de la suya. Acaricia mis cabellos oscuros, los retira suavemente, despejando mi cara, llevándose con su mimo el único escudo que aún cubría el escondite de mi secreto—…. Es pavor… Lo que destilan tus ojos es pavor… Jamás te he preguntado, porque en el poco tiempo que llevo conociéndote, para lo que he vivido es para ayudarte. Supe que tenía que separarte de él. Y así lo hicimos; pero el asesinato de tu madre no fue el único crimen que cometió ese sádico, ¿verdad?... Acabas de gritar que te habías portado bien, que no se lo habías dicho a nadie…  ¿Qué no habías dicho? —Y sus ojos se llenan de lágrimas, la repulsión comprime su rostro. Y yo me quiero morir. Sabía que esto pasaría: va a dejarme, va a dejarme… porque el barro me domina. Soy una puta. Soy una puta—. Elena, ¿abusó de ti?
    Pero mis labios permanecen cerrados. Mis ojos esquivan la verdad. Mi hálito se retuerce en la desesperanza. Aunque mi cuerpo se aferre a su cuerpo, deseando, ansiando lo que yo misma me niego. ¿Cómo voy a amarle? ¿Cómo puedo anhelar su amor? Si no me merezco nada…
  —Elena, mírame. —Su mano levanta mi barbilla, su esencia urge a mis ojos a no huir, a no renegar; a pesar de que sienta tiritar su espíritu, a pesar de que cada fibra de su cuerpo chirríe por la tensión—. ¿Abusó de ti? —esboza de nuevo la pregunta casi sin atreverse a romper el ambiente.
  Y se quiebra en un alarido inaudible cuando mis lágrimas, mi gesto se lo confirma.
  —¡Hijo de puta! —retumba su grito en medio de la tormenta, retira su abrazo, comprime su cráneo. Y yo escapo de su furia; aunque debería dejarme atrapar y acabar con esto de una vez. Pero reacciona en cuanto nota mi falta: me coge del brazo, me arrastra hacia él, me yergue hasta que nuestros cuerpos contactan; con las rodillas hincadas en el suelo, con nuestros alientos consumados en un solo aliento. Y el miedo vuelve a ser nuestro único aliado. No sé qué quiere, qué pretende de mí. ¿Va a pegarme? ¿Va a insultarme?
  —¿Desde cuándo? ¿Cuándo empezaron los abusos? —Mueve el aire, casi puedo escuchar el rechinar de sus dientes, el jadear de su agitada respiración. Sus dedos comprimen fuerte mis antebrazos; aunque no me hace daño. ¿No me está… haciendo… daño?
  —Siempre. Todo el tiempo. Ayer… ayer me llamó… Va a encontrarme, va a encontrarme —derramo el terror que palpita en mi sangre; tiritando entre sus brazos, escapando incesante de su mirada, resistiéndome a su contacto.
   Y por primera vez se deja llevar por la impotencia. Sus dedos oprimen mis brazos hasta que siento dolor. Pero enseguida los afloja: —No va a encontrarte. Ese hijo de puta no va a volver a ponerte una mano encima. Lo juro, Elena. —Y busca mi mirada, tirando de mi barbilla hacia su aliento—. Alza los ojos, mi niña. Mira al mundo de frente. Siempre, cariño. Porque eres grande, bella. Una de las mejores personas que he conocido. Y no estás sola. Jamás vas a estar sola.
  —No. No soy buena, Chris… —El trueno estalla, y yo me retuerzo y consigo liberarme de sus brazos, de su cuerpo, de su olor. Él no me conoce, no conoce a mi padre. Va a matarlo. Estoy segura que si nos encuentra, mi padre lo matará. Y todo será culpa mía, culpa mía…
  —Elena. —Viene hacia mí y yo me aparto; apoyo mi espalda contra el frío cristal de la ventana y siento rebotar la lluvia en el vidrio, anhelando cada una de esas gotas presentidas sobre mi piel. Ojalá pudiera limpiar este barro. ¡Ojalá pudiera arrancarme la piel a tiras!
  —No, no me toques. —Rechazo una caricia, que sin embargo, no encuentra más resistencia que mi voz; porque mi cuerpo la absorbe, mi alma cede ante ella—. No me merezco esto. No te merezco… Soy peor que una puta. —Mis labios laceran ese insulto que grabaron en mí como una creencia.
  Y él se tensa; cada parte de su físico adherido a mi silueta se torna férrea, hasta el punto de no llegar a distinguir entre su carne y el hueso. Y yo tiemblo, tiemblo más que nunca.
  —No vuelvas a decir eso, ¿me oyes?
  —¿Qué no quieres que diga, Christian? ¿Qué no quieres escuchar?... ¿Que en los últimos años ni siquiera he llegado a poner resistencia? ¿Que he llegado a sentir placer? ¿Que he llegado al…al…? —No puedo más. Mis piernas flaquean, mi cuerpo se arrastra hasta alcanzar el suelo, esperando el final de un calor que no termina, de un contacto que no se aparta. ¡Por Dios, Christian!
  —¿Has llegado al orgasmo? ¿Es eso lo que quieres decir? ¿Es eso lo que te tortura? —y responde a mi desesperación con esas tres preguntas; arrancando con su mirada,  con su seguridad, con su… ternura, parte de este peso que me comprime aquí… en el pecho. Pensaba que sentiría asco al descubrirme, que me repudiaría, que…  que… sin embargo, me abraza, me… ¿abraza?—. Oh, Elena. Cuánto has tenido que sufrir. Voy a matar a ese desgraciado. Te juro que voy a matarlo.
  —¿No vas a dejarme? —Y más que interrogante, mi duda es pura súplica.
  —¿Dejarte? —inquiere sin entender mi recelo; negando a mis ojos la posibilidad de evasión—. ¿Cómo voy a dejarte? Mucho menos ahora que te he visto por dentro.  —Acuna mi faz, lava mi alma—… El orgasmo es solo una reacción física, Elena… Y estoy seguro que esa reacción no te la ha causado el placer, sino el terror… No tengo más que mirarte a los ojos para darme cuenta. Tú no has hecho nada malo. Ha sido ese monstruo. Ha sido ese monstruo, mi niña.
  —Christian…
  —Te amo, Elena; y quiero protegerte. Déjame amarte, alabar tu cuerpo, hacerte sentir el alma a través de mis manos. Permíteme borrar su abominación con mis caricias. —Su boca se acerca a mi boca, sus ardientes labios calman mi frío... Jamás nadie me había besado. Jamás nadie me había amado… así.
  Su mano se desliza suavemente por mi cuello; arrastrando mi sudor, llevándose consigo parte del barro adherido a mi piel. Mi sangre comienza a arder y mis poros evaporan tal ardor; llamando a su tacto como al agua, vibrando como nunca imaginé que podría vibrar. Mi fina camiseta lo obedece: se alza ante el escudriñar de sus dedos; mientras su lengua, sus fluidos se mezclan con los míos  y mi pecho danza al compás de ese baile de pieles que él alimenta.
  —Christian —siseo entre jadeos el nombre de mi salvador. Tal vez no soy tan mala. Algo bueno he de haber hecho para estar aquí, junto a él. No va a dejarme, no va a dejarme.
  —Oh, Elena —Su aliento cae sobre mi sien. Me estrecha contra sí. Y yo me siento tan pequeña entre sus brazos, pero tan grande a la vez—. Perdóname, mi niña… Dios, te deseo tanto… Pero, no quiero hacerte daño. Estoy llegando demasiado lejos y…
  —No, Christian —imploro cuando lo siento temblar; cuando su lucha por sostenerme, por defenderme, es tan tangible, que su cuerpo se estremece al combatir la resistencia de ese ansia por hacerme suya—. No te detengas. Yo también te deseo... Ámame, enséñame a amar.  Límpiame, límpiame este barro —suplico a ese respirar que aún me clama; y me atrevo a tocarlo, a sentir la tersa piel de su espalda bajo mis yemas, colmar de agua salada mis uñas al arañar su delirio.
  El rayo enciende, el trueno estalla. Dos cuerpos desnudos fusionados en el suelo de una habitación vacía. Llueve, llueve demasiado. Sus manos me recorren, redibujando las líneas de mi contorno: abriendo mis llagas, extrayendo el barro, cerrando mis heridas, transformando mi respiración: desbocada, trastornada, abocada a la metamorfosis catártica de nuestro sino. Cambiándome, cambiándolo; llenándome, ansiándolo… El rayo enciende, el trueno estalla… ¡Christian!

************

   —“Elena”
   —¿Mamá? —Abro los ojos. Mi corazón palpita fuerte: lo siento en la garganta.
  Trago saliva muy despacio. ¿Era su voz…? No, no… Estoy soñando. Me he quedado dormida y estaba soñando. Giro la cabeza sobre la almohada, conforme el ambiente me va enseñando la vigilia. Sonrío cuando me cercioro de que nada ha sido un sueño: él sigue aquí, a mi lado; y ahora soy suya. No hay barro en mi piel, él lo limpió… Respira lentamente, su brazo viste la desnudez de mis pechos. Tiene el pelo tan anillado que es casi imposible resistir la tentación de enredar los dedos entre sus rizos. Sus gruesos labios se curvan sutilmente en una mueca de felicidad… Le estoy haciendo feliz, él me lo ha dicho. Me he portado bien. No he hecho nada malo… Mi padre es el monstruo y va a pagar por ello. Voy a hablar, voy a contarlo todo. Romper mi secreto. Ya no tengo miedo. No estoy sola. Él me ha enseñado a mirar de frente. Él me ha hecho sentir mujer. Soy una mujer; y soy suya.
  —“Elena” —la voz de mi madre me sobresalta de nuevo. Pero ahora estoy despierta, no estoy soñando. Me incorporo despacio en la cama. Chris se revuelve, pero sigue dormido… Miro hacia todos los lados, buscándola. “Elena, por Dios, está muerta”; le digo a mi maltratada psique; pero ella nunca hace caso a mis razones, nunca… Me presiono la frente: me duele muchísimo la cabeza.  El dormitorio de Chris está vacío.  Tan solo tiene esta cama donde estamos acostados, y el  bulto de la maleta que contiene sus cosas. No nos ha dado tiempo a desempacar; tampoco sabíamos si éste sería nuestro lugar definitivo. Por ahora, solo era nuestro escondite. Aunque ya no haya motivo para escondernos…  ya no.
  De pronto, la habitación se llena de luz a causa de un rayo. Y yo tengo que apretar los dientes para evitar el escalofrío; sé que lo próximo será el trueno. Oh, Dios, cuánto odio la tormenta. Pero, la piel se me eriza cuando la habitación se ilumina; y esta vez el relámpago en medio de la oscuridad no tiene nada que ver con mis miedos. Veo algo encima de la maleta de Chris…  Algo que no tendría que estar ahí… ¿Dora?... ¿Qué hace aquí la muñeca?... Yo no la he sacado de mi bolsa; y mi bolsa está en la que iba a ser mi habitación… Me levanto despacio; no quiero despertar a Christian, apenas ha dormido en dos días… aunque tengo ganas de… gritar. Algo no va bien, algo no va bien. Vamos, Elena, cálmate, son solo tus nervios, tus nervios… El trueno resuena, siento el estruendo en cada pliegue de mi cuerpo, en cada resquicio de mi psique. La muñeca cae al suelo sola, el trapo de sus costuras rebota contra el parqué y acaba tendida cerca de la ventana… Doy un paso hacia atrás, mis corvas topan con el lateral del colchón, mis piernas flaquean; pero enseguida me yergo. Por Dios, es solo una muñeca; una vieja muñeca de trapo que quizá yo misma he puesto ahí sin darme cuenta.  
  Suspiro, cojo resuello y trago la sequedad que se ha instalado en mi garganta. Me vuelvo hacia Christian: continúa dormido; aunque su brazo me busca, su mano acaricia mi lado de la almohada y su nariz se pega a él: respirando mi rastro, arropándome aún en sus sueños.
  “Elena”. —Otra vez ella, su susurro. Giro la cabeza rápido hacia el sonido espectral, esperando encontrarme con su fantasma. Siempre he deseado volver a verla,  sentirla. A veces la llamaba por las noches, cuando el monstruo se marchaba. Yo quería ir con ella; sin embargo, ella nunca venía a por mí, nunca…
  Pero el ambiente me devuelve vacío. El relámpago enciende, el trueno cruje. Mis ojos se clavan en el suelo. El corazón palpita rápido, tan rápido que siento dolor. Ando hacia la muñeca... Tengo que acabar con todo esto. Abandonar mi inseguridad de niña, mi demencia. Solo hay un camino: dejar atrás el pasado, aferrarme al futuro; y mi futuro es Christian.
  Doblo mis rodillas, atrapo la muñeca entre mis manos. Alzo mi cuerpo, mis ojos impactan con el exterior: deformado por el vidrio de la ventana, por la lluvia que golpea el cristal. El relámpago enciende, me tapo la boca, ahogo el grito… Dios mío, no… no puede ser… La mirada del monstruo taladra mi esencia, aunque solo intuya su maldita silueta allá… sobre el barro. El trueno cruje. ¡NO!  
  —Cariño, ¿estás bien? —La voz de Christian me sobresalta, (aún más). Intento como puedo retener el temblor, el pánico… Sonrío y respiro despacio.
  —Es… estoy bien. Solo tengo sed. Voy a la cocina a por un vaso de agua —murmuro conteniendo el quebrar de mis palabras.
  Pero, Chris ladea la cabeza y me mira con recelo. Yo tenso mi cuerpo y mantengo la sonrisa. No puedo decirle que he visto a ese demonio fuera. Le odia demasiado. Saldrá a  enfrentarse con él. Ni siquiera estamos seguros ahora que lo ignora. Él no conoce a mi padre, no le conoce. Yo he visto de lo que es capaz… Dios mío, ¿qué hago? ¿Cómo ha podido encontrarnos… cómo?
  —Elena, ven aquí.  —Extiende su mano hacia mí. El colchón chirría cuando él se incorpora, rechina cuando le obedezco y me siento a su lado—. Estás a salvo, mi vida. No tienes nada que temer —musita; pero su semblante es dominado por la inquietud cuando toca mis ateridas mejillas… Estoy helada, el pánico se ha llevado cualquier rastro de calor que quedara en mi cuerpo—. Tú no estás bien… ¿Has tenido otra pesadilla?
  —No, Christian —le contesto tajante, dejándome llevar por los nervios, por la irritación… ¿Cómo he podido ser tan insensata, tan egoísta?... Nací condenada a un destino. Y lo he involucrado a él. He involucrado a lo más bello que me ha pasado en la vida. Por eso me aparto: contraviniendo a mi voluntad, rechinando los dientes, apretando a mi muñeca contra el estómago.  
  Él me mira sin entender mi reacción, mi súbito rechazo: buscando mis ojos, tratando de profundizar en mis pensamientos, como hace siempre. Pero, no voy a darle la opción de adivinar; aunque me muera por gritar todo lo que está pasando.
  Cubro mi torso con su pijama: la fina tela me envuelve con su olor, cosquillea mis pantorrillas. Comprimo a Dora contra mí.
  —¿Y esa muñeca? —Su mirada acompaña al relámpago, su pregunta se mezcla con el trueno.
  —Voy a por un vaso de agua. —Mi respuesta es una evasión apenas audible, mi silencio es un estridente alarido que hace vibrar las paredes de este refugio, que ha dejado de serlo.
 Me doy la vuelta: aún lo siento. Salgo de la habitación, cierro los ojos, la puerta encaja. Mis pies descalzos parecen estar adheridos al parqué, porque no quieren andar. Las lágrimas me ahogan, hiendo las uñas en mi infancia: en esta muñeca de trapo que sostengo, tan vieja y rota, como lo estoy yo, a pesar de mi juventud.
  El rayo enciende, el trueno cruje; consigo mover mi cuerpo, aunque mi alma se quede pegada a la puerta de esta habitación. Mis ojos inertes solo caminan fijos a un destino; hasta que algo los despierta… algo que choca con mi pie en el suelo: la punta brillante de un destornillador… La casa está vacía, pero llena del desorden normal del abandono, y de una presunta mudanza. Todavía no era un hogar, podría haber sido nuestro hogar, no recuerdo haber tenido un hogar.
  Me agacho y recojo la herramienta punzante, la escondo detrás de mi muñeca, la aprieto contra mi piel, siento el frío del férreo metal presionando mi barriga… Mi corazón ha abandonado su sitio y se ha instalado en mi cráneo: su palpitar es cruel, doloroso y ensordecedor. Si alguna vez me pregunté, si se podía seguir viva sin respirar, hoy tengo la respuesta; aunque tampoco estoy muy segura de si continúo formando parte de esta existencia.
  La puerta de entrada se acerca a mí o yo me acerco a ella. El relámpago enciende, el trueno cruje. El frío exterior impacta en mi ser; la lluvia me empapa, el barro mancha mis pies. Mis ojos se mueven rápido, mi cuerpo se adentra en el abandonado jardín: escudriñando la oscuridad, buscando, esperando al demonio. Pero solo veo árboles, matojos, lluvia, brazos de luz que se extienden en el cielo como esqueletos descarnados lanzando un ultimátum  y… ¡NO!
  —¿Creías que podías huir de mí, estúpida? Eres mía… —Su podrido aliento cae sobre mi oído, se cuela por los orificios de mi nariz; aunque comprime tanto su mordaza contra mi boca que apenas puedo asimilar el aire—… Has roto el pacto, nuestro secreto. Lo has hecho de nuevo… Sabes lo que va a pasar ahora, ¿verdad? —Su siseo amenazante retumba en mi cabeza, paraliza mi cuerpo—… Voy a matar a ese noviecito tuyo… delante de ti… mirándote a los ojos… sintiendo tu terror… No sabes lo que me excita eso…  Sííí…. sí que lo sabes. —La mano que me estrangula contra su cuerpo, comienza a bajar por mi contorno.  Yo aprieto las piernas. Mi ser se rebela. No pienso dejar que le haga daño a Chris… ¡No va a mancharme otra vez!
  —¡NO! —El rayo enciende, el calambre me domina, cruje el trueno. Hundo el destornillador en su pantorrilla; siento el remover de su carne, la dureza del hueso al chocar contra el metal. El quiebro de ese cuerpo podrido que tanto odio, su alarido de dolor.
  —¡Hija de puta! —vocifera el demonio.
  Huyo de él, corro hasta la casa; pero las piernas no me sostienen, flaquean, caigo al suelo, me hundo en el barro.
  —¡Elena!
  —¡Christian, no!
  El demonio sonríe, se levanta, blandiendo en su mano aquel destornillador lleno de sangre. Christian va hacia él. ¡Tengo que detenerlo!… Dios mío, no permitas que pase… No me arrebates el amor, no…
  El relámpago aparece, el rayo nos cubre, el estruendo nos hace caer… No sé lo que pasa. Los oídos me duelen… algo me ha cegado. Respiro… trato de calmarme. De recuperar la lucidez en medio de esta tormenta. Aprieto los ojos, la lluvia hace gotear mis cabellos empapados, chisporrotea en el suelo, sobre un barro que no me ensucia. 
  El tacto de su piel me hace reaccionar. Tiembla, su mano tiembla al sostenerme. Y mi ser reverbera al sentirlo—. Oh, Christian.
  —Ha sido el rayo. Ha sido un rayo —susurra ahogado en llanto. Su cuerpo se adhiere al mío, mojados por esta agua que nos purifica, acunados por el suelo de un jardín abandonado; mientras el demonio yace inerte consumido por las llamas del infierno… de su propio infierno; destilando el sucio barro, que jamás volverá a tocar mi piel.

Escrito por Gema Lutgarda E. López 27/07/2014.

Todos los derechos reservados.


OTRAS PUBLICACIONES DE LA AUTORA


"Las culpas del amor". Una novela que va mucho más allá de lo erótico. Una historia que te atrapará al instante.
Ya disponible en la web de nueva Editora Digital.

SINOPSIS

Vivir atrapados por las culpas, aquellas que sin embargo, achacamos al amor o al cariño. ¿Cuántas veces he escuchado la misma excusa?...  Eres mía y de nadie más porque te quiero; tengo el poder sobre tu cuerpo y tu mente porque te amo; te di aquella paliza porque este amor me está volviendo loco; la maté porque la quise.

Horrores tras horrores cobijados, excusados… que mancillan y empañan la pureza de tan hermoso sentimiento.
Esta novela es un silencio de respeto, y a la vez un grito catártico contra tantas injusticias.
Harry Newman, aquel chico torturado por su pasado, aquel chico que amó a otro chico, supo leer donde nadie leyó: en aquellos ojos verdes atenazados por el miedo. Quizá porque su pasado estaba tan latente en cada objeto, en cada vida, en cada instante… que los ojos de Sara lo atraparon en ese mismo calvario sufrido desde su infancia. Un calvario que quería olvidar, que necesitaba expiar. Por ello, luchó por ella y también por él; por ello acabó amándola, porque el verdadero amor no entiende de sexos, ni de culpas.
Sin embargo, las culpas los persiguieron, aquella guerra no sería fácil de derrotar; el odio disfrazado de hipocresía los golpeó sin miramientos; pero ellos gritaron, pelearon, ¡proclamaron! Tendieron su mano hacia ti… Sí… tú, ese lector, ese otro aliento que vive, que sostiene este libro… ¡Ayúdalos en su grito! ¡Ama, vive!...  Y ahora cierra tu mano, porque sé que está prendida y unida a esa misma búsqueda. Porque sé que al fin, atado al amor, tú también eres libre… ¡Sois libres para amar!
“Las culpas de amor” Gema Lutgarda 
Todos los derechos reservados.






 
 

viernes, 18 de julio de 2014

CARTA DE UNA RENUNCIA, ALIENTOS A UN AMOR




CARTA DE UNA RENUNCIA, ALIENTOS A UN AMOR










Lugar: remoto y mísero confín condenado.
 
Fecha: uno de esos tantos días de la humanidad. 


Hola, princesa:

  Anoche estuve mirando mi dedo, acariciando ese objeto que dejó de ser objeto cuando tus manos lo domaron: un fino anillo dorado, la única vida existente en este lugar rodeado de necia muerte que algunos llaman lucha.
  Pude ver tu sonrisa cuando toqué este anillo; puedo sentir tu voz, tu calor, tus palabras a pesar del ruido atroz de las bombas; el miedo y la conciencia que te golpean cada vez que aprietas el gatillo al pensar, que aquél que reciba la bala disparada es más que un hermano.
  Luchamos por la gloria, por una línea imaginaria que queremos trazar en un suelo que debería ser de todos, por una ideología, una forma de pensar y sentir diferente. ¿Lucha, guerra, objetivo?  ¿Qué estamos haciendo, Dios mío?
  Caminamos en avanzadilla, y tras cruzar la línea enemiga nos regocijamos al pisar una tierra que al fin hemos conquistado. Una tierra de edificios derruidos, de cuerpos mutilados, de silencio de almas… Eso es lo peor: ¡el estridente silencio de la conquista!
   ¿Sabes una cosa, princesa? Apreté tanto el anillo mientras recorríamos esos dominios ganados que lo llevo tatuado en el dedo.  Vi la melena oscura de una muchacha sobresalir de los escombros de esa casa que tantas veces pisé, una casa que no me hacía falta conquistar,  pues la sentía mía, nuestra;  antes de que alguien decidiera que tú y yo éramos diferentes. Sin embargo seguí caminando, apretando el anillo, ignorando el dolor, la irracionalidad, la muerte. Porque aquellos que decidieron el odio, nunca podrán matar al amor; y tu risa vive en mí, princesa; aunque en estos momentos me sienta más muerto que vivo.
  Y podría avergonzarme de pertenecer a aquella que llaman raza humana y racional. Pero no lo hago. Me siento orgulloso de ser quién soy: con mis diferencias, mis creencias,  y aquella tierra que, aunque nos empeñemos en lo contrario, no pertenece a nadie más que al mundo.  Por eso hoy, a pesar de que el odio quiera dominarme, conquistar mi esencia, mi piel, mi sentir, mi respirar… firmo mi renuncia explicita a él. Alzo mi cabeza al amor, tiro mi fusil, avanzo hacia la libertad, despacio… en medio del campo de batalla, del ruido de bombas, de los alaridos del miedo. Y entonces me detengo, levanto mi brazo desnudo y grito más fuerte que el pavor:
  —¡¡¡¡¡¡DIOS!!!!!
  Mi boca se abre, mis piernas flaquean. No escuché el estruendo, ni el quemar del disparo. No temo a la oscuridad porque veo la luz. Y mis palabras quedaron plasmadas en esta carta de renuncia, en este aliento al amor. 


Escrito por Gema Lutgarda  18/04/2014
Todos los derechos reservados


OTRAS PUBLICACIONES DE LA AUTORA

"Las culpas del amor". Una novela que va mucho más allá de lo erótico. Una historia que te atrapará al instante.
Ya disponible en la web de nueva Editora Digital.
 

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Horrores tras horrores cobijados, excusados… que mancillan y empañan la pureza de tan hermoso sentimiento.
Esta novela es un silencio de respeto, y a la vez un grito catártico contra tantas injusticias.
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Sin embargo, las culpas los persiguieron, aquella guerra no sería fácil de derrotar; el odio disfrazado de hipocresía los golpeó sin miramientos; pero ellos gritaron, pelearon, ¡proclamaron! Tendieron su mano hacia ti… Sí… tú, ese lector, ese otro aliento que vive, que sostiene este libro… ¡Ayúdalos en su grito! ¡Ama, vive!...  Y ahora cierra tu mano, porque sé que está prendida y unida a esa misma búsqueda. Porque sé que al fin, atado al amor, tú también eres libre… ¡Sois libres para amar!
“Las culpas de amor” Gema Lutgarda 
Todos los derechos reservados.
 

domingo, 13 de julio de 2014

Lilium



LILIUM














  Tiempo. Todo el mundo busca consuelo en el tiempo. Te aferras al engaño del tiempo: te sentirás mejor con el tiempo, dolerá menos con el tiempo…  Y tú sonríes cada día, intentando ocultar ese tiempo, que corroe tu alma en la espera de tal utopía. Y te sientes vieja a pesar de tu juventud; aunque tu adultez haya quedado aniquilada en el momento de la pérdida: la paradoja transformada en dicotomía. Me convertí en un bebé desvalido aquel 20 de junio. Un bebé de piel arrugada y espíritu añoso envuelto en un cuerpo de mujer.
  Y suspiro… apretando, sosteniendo, reafirmando mis dedos sobre las teclas de este ordenador; buscando la inspiración para acabar una frase inconclusa que marcaría el término de esta bella novela, que aquel 20 de junio, quedó condenada al cruel silencio de la página en blanco.
  “Jamás una flor tan bella como aquel lilium…  como aquel… lilium”; repito el cantar inacabado vocalizando lentamente, con la vista puesta en la rotura del amanecer que se cuela por la ventana.
  Tú eras el lilium, mamá.  Mi lilium. Aquella hermosa flor que iluminaba mi vida. Pero no puedo acabar mi novela, porque no encuentro el alivio de ese renacer. Te he buscado desde entonces, aferrada a esa fecha: 20 de junio; cuando el verano decidió llevarte, apartarte de mi lado; cuando los liliums florecen, retoñan,  después del dormitar del invierno. Pero, no siento el calor del estío; adormilados quedaron los pétalos de esa flor, encerrados en su bulbo, que el tiempo se empecina en dominar.
  Hasta que el aire musita, cargado de olores de vida, de hálitos incomprensibles, que aun así, viajan henchidos de entendimiento. Y me hacen reaccionar, terminar esta novela que nunca murió a pesar del destino. Pues yo buscaba el resucitar de una flor cuyo bulbo nunca perdió sus hojas. No hubo muerte entre nosotras, ni paradoja, ni dicotomía incierta. No hubo renacer, porque solo renace aquello que alguna vez feneció. Me diste la vida, vives en mí; no me hace falta buscarte, porque ya te tengo.

  “Jamás una flor tan bella como aquel lilium, había colmado con tantas sonrisas un alma adherida a su tallo.” 

   Te quiero, mamá.

Escrito por Gema Lutgarda E. López.