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viernes, 24 de octubre de 2014

Tu alma en mí. Capítulo XVI

TU ALMA EN MÍ

CAPÍTULO XVI


Málaga, 28 de febrero de 2013


Música: es todo lo que llega a mí… Las notas inundan mi cabeza, mi cuerpo, mi ser… Mis ojos luchan por abrirse; pero yo no los dejo. Lo único que deseo es seguir hipnotizada por esta música; porque es como estar con él. Yo solo quiero estar con él. Que sus manos me acaricien y me calmen, como lo está haciendo esta melodía.
  Pero, de repente, abro los ojos, parpadeo… Mi vista está nublada; sin embargo, la música sigue, no se detiene. Mi cuerpo recobra el tacto poco a poco, y las palmas de mis manos palpan la suavidad de las sábanas que me envuelven. Y su olor… Dios, estas sábanas huelen a él, a ese pañuelo que perdí aquel día de desdicha…  Me yergo, consciente de mi destino, de que está cerca el final. Me levanto de esta cama, no sin antes recorrer con mis pupilas cada palmo de la habitación donde me he despertado. Y mis labios esbozan una sonrisa cuando me doy cuenta que nuestra conexión siempre ha sido tan palpable, como los motivos que otros tuvieron para pretender destrozarla: las notas musicales no solo flotan en el aire, sino que descansan y llenan de resuello las paredes de este dormitorio, a través de bonitos cuadros y posters, o figurillas y adornos repartidos por el entorno.
  Apoyo las manos en el colchón para darme impulso, y erguirme definitivamente: Dios, quiero verle. Disfrutar un poco de este tiempo, nuestro tiempo… ¿Es lo justo, no?
  Respiro, y le otorgo un momento a mi cuerpo para acostumbrarme al cambio de gravedad cuando al fin me pongo en pie. Aunque no le hago caso a esta debilidad que persiste en aturdirme, porque ni siquiera me importa. Solo ando segura hasta la puerta que separa mi “yo” de su melodía. Y aún, después de abrirla, cuando puedo contemplarle, mis ojos se demoran un poco más en él. Lo tengo delante, a unos cuantos metros, en un cuadrado y modesto salón, que no me es del todo desconocido: mi alma ya lo visitó no hace muchos días; sin embargo, hoy está presente la carne, nuestra carne. Su torso desnudo y aceitunado reclama mi esencia de mujer. La musculatura de sus brazos, danza al compás de las caricias con las que riega las teclas de su piano, y me transporta a ese mismo trance en el que él también parece estar sumido. Aún no me ha mirado; aunque estoy segura que sabe que estoy aquí, despierta, apoyada en el marco de esta puerta, a tan solo unos cuantos metros. No obstante, sus ojos permanecen cerrados, atrapados por esa música que no para de fluir. Y sé que es el mismo de siempre. Mi Daniel, sin lugar a dudas. Solo él es capaz de transmitir de esa manera cuando interpreta; pues no solo toca un instrumento, dibuja el perfume de la melodía en el ambiente. Si cerrara los ojos, sería capaz de sentir cada nota sobre mi cuerpo, rozándome la piel, palpándome el alma, hasta hacerme volar.
  De pronto, el silencio nos da permiso para mirarnos. La melodía toca a su fin y su pulso se detiene. Y esos grandes ojos marrones, dulces pero cansados, colapsan con mi aliento. La claridad de la tarde baña el piano de pared cuyo mutismo fue ordenado por su señor; y los tímidos y gastados rayos de sol que se cuelan por la ventana, acunan con sus etéreos e inusitados dedos el bello perfil masculino de mi alma gemela.
  —Hola —musita él con voz tímida y  aterciopelada; consiguiendo que se me erice la piel.
  Sin embargo, las culpas continúan desbordando su gesto. Ojalá pudiera borrarlas.
  —Hola —le contesto, e inclino un poco la cabeza al ver que de pronto rehúye mi mirada—. ¿Qué hago aquí? —lo urjo, para intentar recuperar la conexión perdida, para que sus pupilas vuelvan a mí.
  Se encoje de hombros, y gira su torso hacia el piano. Suspira, y se pasa las manos por su cabello oscuro, antes de posarlas otra vez en las teclas. Y su explicación tiene tintes de disculpa y reproche: — Fui a buscarte. Te desmayaste en mis brazos. —Se calla y entorna los ojos; y el dolor, la ira hacen su trabajo—. Sabía lo que ibas a hacer, lo sentí… Ibas a entregarte a ese monstruo… No quiero que lo hagas. Ya te lo dije, no voy a permitirlo —supura en un tono tan frío y cortante como el hielo: manteniendo la mirada fija en el teclado, reteniendo cualquier tipo de sentimiento.
  Sé lo que pretende con su apatía. Quiere levantar una pared entre los dos. Es lo que ha estado haciendo todo este tiempo. Negarse a mí. ¿Para protegerme? No… tal coraza no solo implica protección. No se cree digno de mí… Y eso me duele más que cualquier atrocidad vivida. Por eso me acerco a pesar de su reticencia, porque necesito que me vea como lo que soy: su mujer… ¡Él no es culpable de nada! ¡Por el amor de Dios, ¿cómo hacérselo entender?!... De repente, ésta es mi única misión: hacerle recobrar la paz… No me puedo ir, no puedo entregarle mi vida a la muerte sin conseguirlo. Tengo que arrancarle ese rencor germinado, para que cuando me vaya, para que cuando nos separemos, pueda seguir con su vida. Los dos debemos estar en paz el uno con el otro.
  Me siento junto a él en la mullida banqueta marrón que acompaña al piano. Noto como su cuerpo se encoje ante mi cercanía. Siento su deseo de tocarme, de sentirme; pero también percibo su lucha por negarse a ese placer. Sin embargo, mi mano viaja y  toca su mejilla. Su incipiente barba me cosquillea la palma. Y me estremezco cuando lo siento temblar, cuando nuestras pieles en contacto son humedecidas por sus lágrimas. Aun así, cierra los ojos y sucumbe a mi caricia.
  —No llores, Dani. Por favor, no llores —le ruego, con el corazón encogido.
  Entonces, libera sus parpados ante mi petición; aunque su vista no se dirija a mis ojos, sino a la cicatriz de mi frente, a mi mancha de nacimiento. Después la toca con sus dedos, los desliza una y otra vez, mortificándose con cada pasada. Y yo… y yo…
  —No, Daniel. —Atrapo su mano y la desplazo del cicatrizado daño  hasta mi corazón. La aprieto con fuerza contra mi pecho, para que note mis latidos—. Esto es lo único que importa. Siéntelo latir, Dani. —Me llevo mi caricia a sus sienes, y por fin logro que su mirada se una a mi invocación—. Aquel disparo era nuestra única opción, y lo sabes. Yo misma te lo pedí… Esos barbaros me hubieran destrozado. Morir en tus manos fue lo mejor que me pudo pasar.
  —No. Había más opciones, fui demasiado lento, me bloquee, debí haberte protegido, haberte escondido, tendría que haber reaccionado, tendría que haber matado a esos tres hijos de puta antes de que te hicieran daño… —Y escupe las palabras de forma compulsiva, sin detenerse a tragar. Apuñalándose a sí mismo con cada reproche.
  Y yo no puedo soportarlo. ¡No! Daniel ¡Basta!
  —¡Para! —le grito; y sus labios se cierran. Su mirada se retrae, y en mi desesperación solo puedo hacer una cosa. Es un acto de rabia y de necesidad. Me lanzó sobre él y sello su boca. La atrapo con fuerza, hasta llenarlo con mi aliento. Quiero que me sienta, ¡maldita sea! Que sienta la impotencia a la que me está condenando. Pero todo se desmorona, cede. Mi furia se convierte en ansia, y sus culpas y censuras en anhelo. El beso se vuelve agua, viento, fuego… Nuestros labios se rozan, se empapan de cada uno sin tregua… Dios, lo necesito. Solo sé que lo necesito.
  —Dios mío —suspira embelesado sin apartarse de mí, con nuestro sentir enredado en ataduras inquebrantables.
  Mis manos conquistan sus cabellos, noto su piel erizarse con mi tacto.
  —Lo sé. Yo también lo siento.
  —Pero, no deberíamos. —Su subconsciente continúa luchando en pos de su propia razón. Sin embargo, no hay razón que valga. Ni lucha más fútil que la de vedar estos sentimientos que nos arrastran, que nos sentencian.
  —No quiero pensar, Daniel… No pensemos.
  —Me encanta oír ese nombre de tus labios. Repítelo —me incita entre jadeos de exigencia, como si mi hablar fuera la panacea que hace callar las ominosas voces que torturan su mente.
    —Daniel —obedezco.
  Y mi cuerpo se despierta a él como nunca antes se había revelado. Quiero tenerlo en mi interior, que coja cada centímetro de mí, gozarlo carne con carne. Porque éste es nuestro momento. Y no tenemos mucho más tiempo.
  —Otra vez. Dilo otra vez.
  —Daniel.
  Lo nombro y lo nombro, mientras su boca toma mi cara hasta que vuelve a unirse a mis labios, a mis fluidos. Y la cabeza me da vueltas, entumecida, no puedo pensar en nada que no sea en  la entrega. Estoy a salvo, entre sus brazos estoy a salvo. Por primera vez siento, que Juan no podría hacer nada. El amor que nace de tal fusión nos hace fuertes. Ese demonio con toda su oscuridad no sería capaz de rompernos. Ahora no. Y quiero ser egoísta. Deseo ser egoísta. Acorazar esta burbuja que nos rodea y aislarnos del mundo: de las venganzas, de los seres que queremos o de aquellos que odiamos. ¡Que ese demonio queme el planeta si le da la gana!
  De repente, Daniel se para. Y yo sé por qué. Le miro a los ojos. Está aterrorizado. La tela de la sudadera que me protegía el cuello, deja ver las señales del cruento ataque de ese monstruo, cuando utilizando a Eloísa intentó estrangularme. Sus garras señalan mi carne, las marcas amoratadas de tan cadavéricos dedos siguen ahí, sobre mi piel; y la realidad nos cae de golpe.
  —¿Qué te ha hecho? —inquiere apretando los dientes; mientras acaricia mi piel maltrecha; y el horror de su mirada se transforma en sed de revancha.
  Cierro los ojos.
  —Nada que tú no puedas curar… Cúrame, Daniel —le imploro. Deseosa de olvidar: por un único instante, solo quiero soñar entre sus brazos.
  Me sube a su regazo y me acuna. Y yo dejo caer la cabeza sobre su hombro: Ésta es mi casa. Éste es mi hogar. Recogida en él.
  —Ana… Mi niña… Dime qué tengo que hacer —musita impotente, con su nariz enterrada en mis cabellos rojizos.
  —Tócame. Solo tócame.
  Suspira fuerte, me aprieta contra sí y me levanta en brazos; acurrucada en ellos, apenas siento el aire moverse mientras nos desplazamos. Pero mi nariz se impregna con su fragancia. Nadie podría imaginarse lo que es esto, después de tantos días oliendo a podrido, masticando corrosión. Estar así, a su lado. Sentirme limpia… Oh, Dios.
  Entramos en el dormitorio. Adivino más que siento el cambio de ambiente; pues sigo cobijada en él. Noto como lentamente posa mi cuerpo en la misma cama donde desperté hace un momento. Abro los ojos y me encuentro con su mirada. Me estremezco. Son sus gestos, su forma de mirar. Nada ha cambiado, a pesar de que la carne que lo envuelve no sea la misma. Y me pregunto, si él percibirá de igual forma mi envoltura: mi piel llena de pecas, mis cabellos enmarañados y rebeldes de color fuego. Y parecerá una tontería, pero me siento tímida cuando sus manos comienzan a desnudarme: cuando la sudadera deja de abrigar mi torso, cuando libera mis pechos del sujetador, y mis piernas y mi intimidad de su vestimenta; y recorre mi desnudez con sus pupilas, con su tacto… Cierro los ojos y trago saliva. No sé por qué estoy tan nerviosa de repente. Si es esto lo que deseo. Pero jamás me he sentido cómoda con mi cuerpo. No me veo bonita, a pesar que todo el mundo me lo repite… Y me entran ganas de reír, al pensar que estoy celosa de aquella muchacha que fui… Con todo lo que tengo encima y siento celos de mi propio fantasma… 
  Me rio de mi estupidez… Y no puedo evitar que tal ironía se refleje en mis labios, en mi semblante. Me llevo las manos a la frente y me tapo los ojos. Aunque mi pretendido escondite no dura mucho; pues enseguida, él para sus caricias y libera mis ojos de su encierro.
  —¿Qué te pasa?
  No me puedo creer que me esté comportando de esta forma. Estoy con el hombre al que amo, ¡por el amor de Dios!
  —¿Anabel? —insiste; de repente, su voz se torna torturada.
  No, no. ¡No!
  No puedo dejar que piense que mi súbita rigidez se debe a alguna otra cosa. No lo estoy rechazando, es solo que…
  Comprime el gesto y tensa los brazos para levantarse, para alejarse de mí. ¡No!... Pero yo tiro de él, acuno su mentón.
  —No soy la misma, Daniel… Mi piel no es blanca, ni perfecta. Ni mis cabellos sedosos y moldeables. Ni mi mirada es profunda… ¿Si no supieras quien soy, si no existiera esta conexión entre nosotros… me desearías de igual forma… te habrías enamorado de mí?
  Pensaba que se reiría de mis ridículas inseguridades. Yo lo hubiera hecho… Lo cierto es que hubiera llegado más lejos: tengo ganas de abofetearme. Sin embargo, su gesto es serio... No, es mucho más que serio, es… Su  boca atrapa mi piel antes de que me dé tiempo a reaccionar, su lengua recorre mi seno: lo moja, lo lame, lo muerde… Mi cuerpo se sacude, mi espalda se arquea y… Oh, Dios mío.
  —Esto es lo que me provocas —esboza aún contra mi piel; y pega su físico completamente a mí para que note su dura excitación presionando mi cadera—. Dame tu mano —me apremia.
  Yo… yo estoy sin aliento. Nuestras relaciones siempre han sido así: desinhibidas, imprevisibles… A pesar de ser dos adolescentes que se estaban abriendo a un mundo cargado de coacciones, nosotros creamos el nuestro. Y aquí estoy, pisando las ascuas del ayer, quemándome de nuevo con su fuego.
  Le tiendo mi mano, decidida a dejarme llevar…  Él la toma, la maneja y  la guía haciendo que toque mi propia piel: mis mejillas, mi maltratado cuello, mis pechos, mi estómago, hasta que mis dedos se hunden en mi sexo, hasta que se mojan de delirio; y después con mi mismo tacto obliga al trazo de cadenciosos y abrasadores círculos en el interior de mis muslos.
  —Oh, Dani… —gimo y aprieto los ojos, engullendo sensaciones. Todo esto que me hace sentir…
  —Abre los ojos. Mírame —rompe el aire con su orden sin detener su exquisita tortura: moviendo mi mano como si yo fuera su títere. Abro los ojos,  le obedezco sin pensar—. ¿Qué sientes, Anabel? ¿Qué sientes al tocarte?
  Trago saliva e intento conectar mi cerebro con el habla: — No… no lo sé… —Me tiembla el labio… Esto es… rozar lo prohibido, es…
  —¿Qué sientes, Ana?... Dime una palabra… ¿Cómo es tu piel? —Arrastra mi mano hasta mi pecho, y hace que mis dedos rodeen el pezón una y otra vez; mientras se inclina y  muerde el lóbulo de mi oreja. ¡Joder!
  —¡Suave! ¡Mi piel es suave! —transijo con estridencia. El corazón galopa fuerte en mi interior y hace retumbar mis entrañas.
  Suelta mi mano al fin; dejándome hecha un manojo de percepciones. Abro los labios, tratando de regular el ritmo de mi respiración; aunque inexplicablemente me sienta llena de resuello; entonces, posa su caricia sobre ellos.
  —Jamás vuelvas a decir que tu piel no es perfecta —bosqueja. Parece… ¿enfadado… contrariado? Y sin darme tiempo para procesar nada, lo veo levantarse y salir de la habitación.
  ¿A dónde va?
  Frunzo el ceño; y me incorporo un poco apoyando el peso de mi torso sobre los codos. Dios, ¿qué he hecho?... Pero entonces, vuelve con un objeto en la mano: que es ¿un…?
  Se tiende al lado mío y me da el objeto. Es un espejito de bolso… ¿Un espejito de tocador de mujer?... Lo miro extrañada… Y a mi cerebro acuden un millón de preguntas: ¿Qué quiere que haga con esto?, ¿un espejito de mujer?, ¿vive con una mujer?
  —Mírate —detiene mis pensamientos—. ¿Qué ves? —Y esa pregunta me hace sonreír.  Sé a dónde quiere llegar.
  Me sonrojo, y decido seguir su juego. Es increíble, pero ha conseguido recuperar  una parte de mí que yo creía acaba: ésta es la Anabel que siempre he sido: fuerte, alegre… a pesar de las sombras.
  —Una cara —le contesto; contemplando mi reflejo en el espejito, haciendo un mohín travieso. Y al mirarlo con el rabillo del ojo me doy cuenta de que se está mordiendo el labio inferior para ocultar el sesgo de una sonrisa…
  Oh, se lo está pasando bien con esto.
  —Vale, una cara. —Finalmente esa sonrisa le gana la partida e ilumina su bello rostro. Entonces empuja mi mano para que el espejito quede a la altura de mis retinas—. Dime una palabra que defina lo que ves. Un adjetivo.
  Tengo ojeras y la faz demacrada; pero este nuevo brillo que irradia mi alma hace que todo lo opaco merme, que quede eclipsado.
  Parpadeo, mientras veo como mis ojos imitan esa acción en el cristal que sostengo. Y la sonrisa desaparece… pues el aire cambia. Sus labios tocan mis sienes mientras espera mi respuesta… y yo me encojo al sentir el cosquilleo cálido de su respirar—. Azul —arrastro la palabra, al tiempo que su lengua recorre el nacimiento de mi pelo encrespado.
  —Azul —repite contra mi piel. Se despega de mí y arrulla mi rostro con sus manos—. Dices que tu mirada no es profunda; y yo sería capaz de perderme en ese mar que la envuelve. —Oh, Dios, en este momento el mundo se ha detenido. Eso que me ha dicho es…—.  Eres preciosa, Ana… Por dentro y por fuera. Y sí, te deseo. Me habría enamorado de ti, aun sin saber quién eres; aunque no existiera esta conexión entre nosotros. Pero existe… Eres mi niña y nunca te voy a dejar marchar.
  El espejo cae de mi mano, sobre el colchón. Y me entrego a esos labios que me reclaman. Nos devoramos, nos degustamos. Nos ofrecemos el uno al otro hasta llegar a la unión: completa, vital, desgarradora.
  Me invade y yo grito, al sentir ese pequeño pellizco que me recuerda que es mi primera vez: la primera vez para esta envoltura de carne, que ahora acepto como propia.
  —¿Estás bien?
  —Estoy bien. No pares, Daniel, hazme tuya. Necesito ser tuya antes de…
  —¿Antes, de qué?
  Nuestros cuerpos comienzan a temblar cuando el cruel presagio del inevitable final lacera este encuentro.
  —No pensemos, Daniel. —Acaricio sus sienes empapadas; reclamando su mirada perdida en la opacidad, a pesar de que sus ojos se mantengan fijos en mí.
  —No voy a permitirlo, no otra vez. Ese monstruo no va a tomarte —proclama y comprime los dientes, apretando aún más mi cuerpo contra el colchón.
  —Dani…
  —¡No! —grita desesperado. Y empieza a moverse con fuerza: dentro y fuera de mí; haciéndome suya; como si ese acto de rabia, de adoración, de pasión… pudiera salvarme, retenerme, cambiar nuestros caminos. Convirtiendo el dolor de mi desgarro en deleite. El sudor de nuestras pieles en brasas. La fusión de nuestras almas en un grito catártico de puro amor. Y mi cuerpo sube, sube, sube, hasta estallar en mil pedazos, hasta casi perder la consciencia.
  —¡Ana! —boquea mi nombre y se desploma; llenándome las entrañas con su bendita esencia.


                                                                                                                   Continuará...
                                                                                                                   Próximamente.

"Tu alma en mí"
escrita por Gema Lutgarda.
Nº de registro en la propiedad de autores:
 201499901307180
Todos los derechos reservados.



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“Las culpas de amor” Gema Lutgarda 
Todos los derechos reservados.
 

  

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