Málaga,
28 de febrero de 2013
Música: es todo lo que llega a mí… Las notas inundan mi
cabeza, mi cuerpo, mi ser… Mis ojos luchan por abrirse; pero yo no los dejo. Lo
único que deseo es seguir hipnotizada por esta música; porque es como estar con
él. Yo solo quiero estar con él. Que sus manos me acaricien y me calmen, como
lo está haciendo esta melodía.
Pero, de repente,
abro los ojos, parpadeo… Mi vista está nublada; sin embargo, la música sigue,
no se detiene. Mi cuerpo recobra el tacto poco a poco, y las palmas de mis
manos palpan la suavidad de las sábanas que me envuelven. Y su olor… Dios, estas
sábanas huelen a él, a ese pañuelo que perdí aquel día de desdicha… Me yergo, consciente de mi destino, de que
está cerca el final. Me levanto de esta cama, no sin antes recorrer con mis
pupilas cada palmo de la habitación donde me he despertado. Y mis labios
esbozan una sonrisa cuando me doy cuenta que nuestra conexión siempre ha sido
tan palpable, como los motivos que otros tuvieron para pretender destrozarla:
las notas musicales no solo flotan en el aire, sino que descansan y llenan de
resuello las paredes de este dormitorio, a través de bonitos cuadros y posters,
o figurillas y adornos repartidos por el entorno.
Apoyo las manos en
el colchón para darme impulso, y erguirme definitivamente: Dios, quiero verle.
Disfrutar un poco de este tiempo, nuestro tiempo… ¿Es lo justo, no?
Respiro, y le otorgo
un momento a mi cuerpo para acostumbrarme al cambio de gravedad cuando al fin
me pongo en pie. Aunque no le hago caso a esta debilidad que persiste en
aturdirme, porque ni siquiera me importa. Solo ando segura hasta la puerta que
separa mi “yo” de su melodía. Y aún, después de abrirla, cuando puedo
contemplarle, mis ojos se demoran un poco más en él. Lo tengo delante, a unos
cuantos metros, en un cuadrado y modesto salón, que no me es del todo
desconocido: mi alma ya lo visitó no hace muchos días; sin embargo, hoy está
presente la carne, nuestra carne. Su torso desnudo y aceitunado reclama mi
esencia de mujer. La musculatura de sus brazos, danza al compás de las caricias
con las que riega las teclas de su piano, y me transporta a ese mismo trance en
el que él también parece estar sumido. Aún no me ha mirado; aunque estoy segura
que sabe que estoy aquí, despierta, apoyada en el marco de esta puerta, a tan
solo unos cuantos metros. No obstante, sus ojos permanecen cerrados, atrapados
por esa música que no para de fluir. Y sé que es el mismo de siempre. Mi
Daniel, sin lugar a dudas. Solo él es capaz de transmitir de esa manera cuando
interpreta; pues no solo toca un instrumento, dibuja el perfume de la melodía
en el ambiente. Si cerrara los ojos, sería capaz de sentir cada nota sobre mi
cuerpo, rozándome la piel, palpándome el alma, hasta hacerme volar.
De pronto, el
silencio nos da permiso para mirarnos. La melodía toca a su fin y su pulso se
detiene. Y esos grandes ojos marrones, dulces pero cansados, colapsan con mi
aliento. La claridad de la tarde baña el piano de pared cuyo mutismo fue
ordenado por su señor; y los tímidos y gastados rayos de sol que se cuelan por
la ventana, acunan con sus etéreos e inusitados dedos el bello perfil masculino
de mi alma gemela.
—Hola —musita él con
voz tímida y aterciopelada; consiguiendo
que se me erice la piel.
Sin embargo, las
culpas continúan desbordando su gesto. Ojalá pudiera borrarlas.
—Hola —le contesto,
e inclino un poco la cabeza al ver que de pronto rehúye mi mirada—. ¿Qué hago
aquí? —lo urjo, para intentar recuperar la conexión perdida, para que sus
pupilas vuelvan a mí.
Se encoje de
hombros, y gira su torso hacia el piano. Suspira, y se pasa las manos por su
cabello oscuro, antes de posarlas otra vez en las teclas. Y su explicación
tiene tintes de disculpa y reproche: — Fui a buscarte. Te desmayaste en mis
brazos. —Se calla y entorna los ojos; y el dolor, la ira hacen su trabajo—.
Sabía lo que ibas a hacer, lo sentí… Ibas a entregarte a ese monstruo… No
quiero que lo hagas. Ya te lo dije, no voy a permitirlo —supura en un tono tan
frío y cortante como el hielo: manteniendo la mirada fija en el teclado,
reteniendo cualquier tipo de sentimiento.
Sé lo que pretende
con su apatía. Quiere levantar una pared entre los dos. Es lo que ha estado
haciendo todo este tiempo. Negarse a mí. ¿Para protegerme? No… tal coraza no
solo implica protección. No se cree digno de mí… Y eso me duele más que
cualquier atrocidad vivida. Por eso me acerco a pesar de su reticencia, porque
necesito que me vea como lo que soy: su mujer… ¡Él no es culpable de nada! ¡Por
el amor de Dios, ¿cómo hacérselo entender?!... De repente, ésta es mi única
misión: hacerle recobrar la paz… No me puedo ir, no puedo entregarle mi vida a
la muerte sin conseguirlo. Tengo que arrancarle ese rencor germinado, para que
cuando me vaya, para que cuando nos separemos, pueda seguir con su vida. Los
dos debemos estar en paz el uno con el otro.
Me siento junto a él
en la mullida banqueta marrón que acompaña al piano. Noto como su cuerpo se
encoje ante mi cercanía. Siento su deseo de tocarme, de sentirme; pero también
percibo su lucha por negarse a ese placer. Sin embargo, mi mano viaja y toca su mejilla. Su incipiente barba me
cosquillea la palma. Y me estremezco cuando lo siento temblar, cuando nuestras
pieles en contacto son humedecidas por sus lágrimas. Aun así, cierra los ojos y
sucumbe a mi caricia.
—No llores, Dani.
Por favor, no llores —le ruego, con el corazón encogido.
Entonces, libera sus
parpados ante mi petición; aunque su vista no se dirija a mis ojos, sino a la
cicatriz de mi frente, a mi mancha de nacimiento. Después la toca con sus
dedos, los desliza una y otra vez, mortificándose con cada pasada. Y yo… y yo…
—No, Daniel. —Atrapo
su mano y la desplazo del cicatrizado daño
hasta mi corazón. La aprieto con fuerza contra mi pecho, para que note
mis latidos—. Esto es lo único que importa. Siéntelo latir, Dani. —Me llevo mi
caricia a sus sienes, y por fin logro que su mirada se una a mi invocación—.
Aquel disparo era nuestra única opción, y lo sabes. Yo misma te lo pedí… Esos
barbaros me hubieran destrozado. Morir en tus manos fue lo mejor que me pudo
pasar.
—No. Había más
opciones, fui demasiado lento, me bloquee, debí haberte protegido, haberte
escondido, tendría que haber reaccionado, tendría que haber matado a esos tres
hijos de puta antes de que te hicieran daño… —Y escupe las palabras de forma
compulsiva, sin detenerse a tragar. Apuñalándose a sí mismo con cada reproche.
Y yo no puedo
soportarlo. ¡No! Daniel ¡Basta!
—¡Para! —le grito; y
sus labios se cierran. Su mirada se retrae, y en mi desesperación solo puedo
hacer una cosa. Es un acto de rabia y de necesidad. Me lanzó sobre él y sello
su boca. La atrapo con fuerza, hasta llenarlo con mi aliento. Quiero que me
sienta, ¡maldita sea! Que sienta la impotencia a la que me está condenando.
Pero todo se desmorona, cede. Mi furia se convierte en ansia, y sus culpas y
censuras en anhelo. El beso se vuelve agua, viento, fuego… Nuestros labios se
rozan, se empapan de cada uno sin tregua… Dios, lo necesito. Solo sé que lo
necesito.
—Dios mío —suspira
embelesado sin apartarse de mí, con nuestro sentir enredado en ataduras
inquebrantables.
Mis manos conquistan
sus cabellos, noto su piel erizarse con mi tacto.
—Lo sé. Yo también
lo siento.
—Pero, no deberíamos.
—Su subconsciente continúa luchando en pos de su propia razón. Sin embargo, no
hay razón que valga. Ni lucha más fútil que la de vedar estos sentimientos que
nos arrastran, que nos sentencian.
—No quiero pensar,
Daniel… No pensemos.
—Me encanta oír ese nombre
de tus labios. Repítelo —me incita entre jadeos de exigencia, como si mi hablar
fuera la panacea que hace callar las ominosas voces que torturan su mente.
—Daniel —obedezco.
Y mi cuerpo se
despierta a él como nunca antes se había revelado. Quiero tenerlo en mi interior,
que coja cada centímetro de mí, gozarlo carne con carne. Porque éste es nuestro
momento. Y no tenemos mucho más tiempo.
—Otra vez. Dilo otra
vez.
—Daniel.
Lo nombro y lo
nombro, mientras su boca toma mi cara hasta que vuelve a unirse a mis labios, a
mis fluidos. Y la cabeza me da vueltas, entumecida, no puedo pensar en nada que
no sea en la entrega. Estoy a salvo, entre
sus brazos estoy a salvo. Por primera vez siento, que Juan no podría hacer
nada. El amor que nace de tal fusión nos hace fuertes. Ese demonio con toda su
oscuridad no sería capaz de rompernos. Ahora no. Y quiero ser egoísta. Deseo
ser egoísta. Acorazar esta burbuja que nos rodea y aislarnos del mundo: de las
venganzas, de los seres que queremos o de aquellos que odiamos. ¡Que ese
demonio queme el planeta si le da la gana!
De repente, Daniel
se para. Y yo sé por qué. Le miro a los ojos. Está aterrorizado. La tela de la
sudadera que me protegía el cuello, deja ver las señales del cruento ataque de
ese monstruo, cuando utilizando a Eloísa intentó estrangularme. Sus garras
señalan mi carne, las marcas amoratadas de tan cadavéricos dedos siguen ahí,
sobre mi piel; y la realidad nos cae de golpe.
—¿Qué te ha hecho? —inquiere
apretando los dientes; mientras acaricia mi piel maltrecha; y el horror de su
mirada se transforma en sed de revancha.
Cierro los ojos.
—Nada que tú no
puedas curar… Cúrame, Daniel —le imploro. Deseosa de olvidar: por un único
instante, solo quiero soñar entre sus brazos.
Me sube a su regazo
y me acuna. Y yo dejo caer la cabeza sobre su hombro: Ésta es mi casa. Éste es
mi hogar. Recogida en él.
—Ana… Mi niña… Dime
qué tengo que hacer —musita impotente, con su nariz enterrada en mis cabellos
rojizos.
—Tócame. Solo
tócame.
Suspira fuerte, me
aprieta contra sí y me levanta en brazos; acurrucada en ellos, apenas siento el
aire moverse mientras nos desplazamos. Pero mi nariz se impregna con su
fragancia. Nadie podría imaginarse lo que es esto, después de tantos días
oliendo a podrido, masticando corrosión. Estar así, a su lado. Sentirme limpia…
Oh, Dios.
Entramos en el
dormitorio. Adivino más que siento el cambio de ambiente; pues sigo cobijada en
él. Noto como lentamente posa mi cuerpo en la misma cama donde desperté hace un
momento. Abro los ojos y me encuentro con su mirada. Me estremezco. Son sus
gestos, su forma de mirar. Nada ha cambiado, a pesar de que la carne que lo
envuelve no sea la misma. Y me pregunto, si él percibirá de igual forma mi
envoltura: mi piel llena de pecas, mis cabellos enmarañados y rebeldes de color
fuego. Y parecerá una tontería, pero me siento tímida cuando sus manos
comienzan a desnudarme: cuando la sudadera deja de abrigar mi torso, cuando
libera mis pechos del sujetador, y mis piernas y mi intimidad de su vestimenta;
y recorre mi desnudez con sus pupilas, con su tacto… Cierro los ojos y trago
saliva. No sé por qué estoy tan nerviosa de repente. Si es esto lo que deseo.
Pero jamás me he sentido cómoda con mi cuerpo. No me veo bonita, a pesar que
todo el mundo me lo repite… Y me entran ganas de reír, al pensar que estoy
celosa de aquella muchacha que fui… Con todo lo que tengo encima y siento celos
de mi propio fantasma…
Me rio de mi
estupidez… Y no puedo evitar que tal ironía se refleje en mis labios, en mi
semblante. Me llevo las manos a la frente y me tapo los ojos. Aunque mi
pretendido escondite no dura mucho; pues enseguida, él para sus caricias y
libera mis ojos de su encierro.
—¿Qué te pasa?
No me puedo creer
que me esté comportando de esta forma. Estoy con el hombre al que amo, ¡por el
amor de Dios!
—¿Anabel? —insiste;
de repente, su voz se torna torturada.
No, no. ¡No!
No puedo dejar que
piense que mi súbita rigidez se debe a alguna otra cosa. No lo estoy
rechazando, es solo que…
Comprime el gesto y
tensa los brazos para levantarse, para alejarse de mí. ¡No!... Pero yo tiro de
él, acuno su mentón.
—No soy la misma,
Daniel… Mi piel no es blanca, ni perfecta. Ni mis cabellos sedosos y
moldeables. Ni mi mirada es profunda… ¿Si no supieras quien soy, si no existiera
esta conexión entre nosotros… me desearías de igual forma… te habrías enamorado
de mí?
Pensaba que se
reiría de mis ridículas inseguridades. Yo lo hubiera hecho… Lo cierto es que
hubiera llegado más lejos: tengo ganas de abofetearme. Sin embargo, su gesto es
serio... No, es mucho más que serio, es… Su
boca atrapa mi piel antes de que me dé tiempo a reaccionar, su lengua
recorre mi seno: lo moja, lo lame, lo muerde… Mi cuerpo se sacude, mi espalda
se arquea y… Oh, Dios mío.
—Esto es lo que me provocas
—esboza aún contra mi piel; y pega su físico completamente a mí para que note
su dura excitación presionando mi cadera—. Dame tu mano —me apremia.
Yo… yo estoy sin
aliento. Nuestras relaciones siempre han sido así: desinhibidas, imprevisibles…
A pesar de ser dos adolescentes que se estaban abriendo a un mundo cargado de
coacciones, nosotros creamos el nuestro. Y aquí estoy, pisando las ascuas del
ayer, quemándome de nuevo con su fuego.
Le tiendo mi mano,
decidida a dejarme llevar… Él la toma,
la maneja y la guía haciendo que toque
mi propia piel: mis mejillas, mi maltratado cuello, mis pechos, mi estómago,
hasta que mis dedos se hunden en mi sexo, hasta que se mojan de delirio; y
después con mi mismo tacto obliga al trazo de cadenciosos y abrasadores
círculos en el interior de mis muslos.
—Oh, Dani… —gimo y
aprieto los ojos, engullendo sensaciones. Todo esto que me hace sentir…
—Abre los ojos.
Mírame —rompe el aire con su orden sin detener su exquisita tortura: moviendo
mi mano como si yo fuera su títere. Abro los ojos, le obedezco sin pensar—. ¿Qué sientes,
Anabel? ¿Qué sientes al tocarte?
Trago saliva e
intento conectar mi cerebro con el habla: — No… no lo sé… —Me tiembla el labio…
Esto es… rozar lo prohibido, es…
—¿Qué sientes, Ana?... Dime una palabra… ¿Cómo
es tu piel? —Arrastra mi mano hasta mi pecho, y hace que mis dedos rodeen el
pezón una y otra vez; mientras se inclina y
muerde el lóbulo de mi oreja. ¡Joder!
—¡Suave! ¡Mi piel es
suave! —transijo con estridencia. El corazón galopa fuerte en mi interior y
hace retumbar mis entrañas.
Suelta mi mano al
fin; dejándome hecha un manojo de percepciones. Abro los labios, tratando de
regular el ritmo de mi respiración; aunque inexplicablemente me sienta llena de
resuello; entonces, posa su caricia sobre ellos.
—Jamás vuelvas a decir
que tu piel no es perfecta —bosqueja. Parece… ¿enfadado… contrariado? Y sin
darme tiempo para procesar nada, lo veo levantarse y salir de la habitación.
¿A dónde va?
Frunzo el ceño; y me
incorporo un poco apoyando el peso de mi torso sobre los codos. Dios, ¿qué he
hecho?... Pero entonces, vuelve con un objeto en la mano: que es ¿un…?
Se tiende al lado
mío y me da el objeto. Es un espejito de bolso… ¿Un espejito de tocador de mujer?...
Lo miro extrañada… Y a mi cerebro acuden un millón de preguntas: ¿Qué quiere
que haga con esto?, ¿un espejito de mujer?, ¿vive con una mujer?
—Mírate —detiene mis
pensamientos—. ¿Qué ves? —Y esa pregunta me hace sonreír. Sé a dónde quiere llegar.
Me sonrojo, y decido
seguir su juego. Es increíble, pero ha conseguido recuperar una parte de mí que yo creía acaba: ésta es
la Anabel que siempre he sido: fuerte, alegre… a pesar de las sombras.
—Una cara —le
contesto; contemplando mi reflejo en el espejito, haciendo un mohín travieso. Y
al mirarlo con el rabillo del ojo me doy cuenta de que se está mordiendo el
labio inferior para ocultar el sesgo de una sonrisa…
Oh, se lo está
pasando bien con esto.
—Vale, una cara. —Finalmente
esa sonrisa le gana la partida e ilumina su bello rostro. Entonces empuja mi
mano para que el espejito quede a la altura de mis retinas—. Dime una palabra
que defina lo que ves. Un adjetivo.
Tengo ojeras y la
faz demacrada; pero este nuevo brillo que irradia mi alma hace que todo lo
opaco merme, que quede eclipsado.
Parpadeo, mientras
veo como mis ojos imitan esa acción en el cristal que sostengo. Y la sonrisa
desaparece… pues el aire cambia. Sus labios tocan mis sienes mientras espera mi
respuesta… y yo me encojo al sentir el cosquilleo cálido de su respirar—. Azul
—arrastro la palabra, al tiempo que su lengua recorre el nacimiento de mi pelo
encrespado.
—Azul —repite contra
mi piel. Se despega de mí y arrulla mi rostro con sus manos—. Dices que tu
mirada no es profunda; y yo sería capaz de perderme en ese mar que la envuelve.
—Oh, Dios, en este momento el mundo se ha detenido. Eso que me ha dicho es…—. Eres preciosa, Ana… Por dentro y por fuera. Y
sí, te deseo. Me habría enamorado de ti, aun sin saber quién eres; aunque no
existiera esta conexión entre nosotros. Pero existe… Eres mi niña y nunca te
voy a dejar marchar.
El espejo cae de mi
mano, sobre el colchón. Y me entrego a esos labios que me reclaman. Nos
devoramos, nos degustamos. Nos ofrecemos el uno al otro hasta llegar a la
unión: completa, vital, desgarradora.
Me invade y yo
grito, al sentir ese pequeño pellizco que me recuerda que es mi primera vez: la
primera vez para esta envoltura de carne, que ahora acepto como propia.
—¿Estás bien?
—Estoy bien. No
pares, Daniel, hazme tuya. Necesito ser tuya antes de…
—¿Antes, de qué?
Nuestros cuerpos
comienzan a temblar cuando el cruel presagio del inevitable final lacera este
encuentro.
—No pensemos,
Daniel. —Acaricio sus sienes empapadas; reclamando su mirada perdida en la
opacidad, a pesar de que sus ojos se mantengan fijos en mí.
—No voy a permitirlo,
no otra vez. Ese monstruo no va a tomarte —proclama y comprime los dientes,
apretando aún más mi cuerpo contra el colchón.
—Dani…
—¡No! —grita
desesperado. Y empieza a moverse con fuerza: dentro y fuera de mí; haciéndome
suya; como si ese acto de rabia, de adoración, de pasión… pudiera salvarme,
retenerme, cambiar nuestros caminos. Convirtiendo el dolor de mi desgarro en
deleite. El sudor de nuestras pieles en brasas. La fusión de nuestras almas en
un grito catártico de puro amor. Y mi cuerpo sube, sube, sube, hasta estallar
en mil pedazos, hasta casi perder la consciencia.
—¡Ana! —boquea mi
nombre y se desploma; llenándome las entrañas con su bendita esencia.
Continuará...
Próximamente.
"Tu alma en mí"
escrita por Gema Lutgarda.
Nº de registro en la propiedad de autores:
201499901307180
Todos los derechos reservados.
OTRAS PUBLICACIONES DE LA AUTORA
"Las culpas del amor". Una novela que va mucho más allá de lo erótico. Una historia que te atrapará al instante.
Ya disponible en la web de nueva Editora Digital.
SINOPSIS
Vivir
atrapados por las culpas, aquellas que sin embargo, achacamos al amor o al
cariño. ¿Cuántas veces he escuchado la misma excusa?... Eres mía y de nadie más porque te quiero;
tengo el poder sobre tu cuerpo y tu mente porque te amo; te di aquella paliza
porque este amor me está volviendo loco; la maté porque la quise.
Horrores
tras horrores cobijados, excusados… que mancillan y empañan la pureza de tan
hermoso sentimiento.
Esta novela
es un silencio de respeto, y a la vez un grito catártico contra tantas
injusticias.
Harry
Newman, aquel chico torturado por su pasado, aquel chico que amó a otro chico,
supo leer donde nadie leyó: en aquellos ojos verdes atenazados por el miedo.
Quizá porque su pasado estaba tan latente en cada objeto, en cada vida, en cada
instante… que los ojos de Sara lo atraparon en ese mismo calvario sufrido desde
su infancia. Un calvario que quería olvidar, que necesitaba expiar. Por ello,
luchó por ella y también por él; por ello acabó amándola, porque el verdadero amor
no entiende de sexos, ni de culpas.
Sin embargo,
las culpas los persiguieron, aquella guerra no sería fácil de derrotar; el odio
disfrazado de hipocresía los golpeó sin miramientos; pero ellos gritaron,
pelearon, ¡proclamaron! Tendieron su mano hacia ti… Sí… tú, ese lector, ese
otro aliento que vive, que sostiene este libro… ¡Ayúdalos en su grito! ¡Ama,
vive!... Y ahora cierra tu mano, porque
sé que está prendida y unida a esa misma búsqueda. Porque sé que al fin, atado
al amor, tú también eres libre… ¡Sois libres para amar!
“Las culpas
de amor” Gema Lutgarda
Todos los derechos reservados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario