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miércoles, 17 de septiembre de 2014

Madre



MADRE















Sentada al lado de la ventana, hundida en la penumbra de la noche, mezo mi cuerpo en el viejo butacón donde abrigada en ti, solía quedarme dormida. Recuerdo tus sosegados cánticos retumbando en tu pecho, viajando por el aire calmo de esta habitación, absorbidos por mi oído, acariciándome el alma, que tranquila, sucumbía  a esos susurros que removían mi melena de niña.
  Recuerdo el latir de tu corazón, el calor de tu vientre, y los besos de tus labios haciéndome cosquillas en la sien. Yo apenas abría los ojos, porque podía verte aun cuando mis parpados permanecían cerrados,  vencidos por el sueño. Y entonces, acunada en ti,  no sentía miedo, ni soledad; la felicidad era mi dueña. Y mi mente volaba hacia mundos mágicos, envueltos en algodón, surcados por arcoíris, colmados de risas: —¡Mami! —gritaba eufórica, prendida a aquella nube, y tú reías y yo… yo corría hacia a ti, mamá…  Entonces me despertaba, y al despertar siempre estabas…
  Sin embargo, hoy, no ocurrió… Te juro que he abierto y cerrado los ojos mil veces, pensando que la penumbra atraería el sueño, creyendo que la noche me devolvería a la niñez, y a tus brazos… Pero, sigo siendo una adulta, que se mece en este viejo butacón, cargado de ruidos a causa de la carcoma… Incluso he mirado al cielo: “Esta noche está lleno de estrellas, ¿sabes, mamá?”. Tú me decías que allá,  flotando en ese terciopelo azul que acuna la noche, los ángeles tenían su casa. Yo quiero creer que estás ahí, mirándome desde una de esas estrellas; porque tú eres un ángel, mamá. Porque necesito pensar en ese mundo de fantasía que tú y yo construimos. Pero, soy demasiado mayor para creer en cuentos de hadas; demasiado vieja, aunque mi piel engañe a los años que mi alma carga desde ese día que tus pulmones dejaron de respirar en aquella habitación de hospital. De repente, no escuché tu corazón, y sentí que… ¡me volvía loca!, porque mi niñez se rompió. Tuve tanto miedo, tengo tanto miedo… Miedo a la realidad, a este mundo opaco, lleno de certezas y previsibilidad… ¡Yo solo quiero mi arcoíris!
  Y entonces, la brisa se cuela por la ventana y enfría mis mejillas bañadas en lágrimas tangibles, colmadas de dolor y perdida.  Y sin saber cómo, en medio de la oscuridad, escucho tu voz muy a lo lejos. El frío se va y el calor me envuelve a pesar de estar desnuda, a pesar de no sentir ropas sobre mi piel… Una piel que se ha vuelto húmeda, pues de pronto no es aire lo que rodea mi físico, sino líquido. Un líquido que sabe a ti, que huele a ti… Oh, pensaba que se me había olvidado tu olor; pero aún lo llevo impregnado en mis sentidos, en mi esencia… Intento abrir los ojos: (puede que esto sea un sueño, puede que me haya quedado al fin dormida); pero, aun cuando mis parpados ceden, no veo nada; sin embargo, y pese a esta oscuridad, jamás había estado rodeada por tanta luz… Escucho tu corazón latir de nuevo, acompañando a mi latir. Algo toca mi cara, no sé qué es, pero es tan blando y acogedor, como lo fue aquella nube donde solíamos jugar en mis ensueños cuando era una niña. Entonces la nube se arruga, y siento tus dedos, tus manos moldeándola, acariciando mi cara a través de este extraño algodón.
  —Hola, bebé —reverbera tu dulce voz en el líquido, y no solo escucho tus palabras: ellas me abrigan—. ¿Me sientes, mi niña? —me dices, mientras tu mano sigue ahormando el algodón, convirtiéndolo en caricias.
  Y de repente, mis ojos se abren a la realidad, y mis temores desaparecen; porque  me doy cuenta que no hay arcoíris que buscar, ni cuentos de hadas en los que creer.  La verdad está dentro de mí, por todas partes; antes no la veía porque huía de ella pensando que me haría daño. Me daba pavor no encontrarte. Hasta hace un minuto, mi realidad se llamaba muerte. Sin embargo, tú acabas de mostrarme que la muerte no es otra cosa que la continuación de la vida. Nuestro cordón umbilical jamás se rompió, ni mi niñez, ni tu susurro…  Ahora, miro a esta habitación oscura y la siento colmada de líquido, de tu esencia… de amor. He abierto y cerrado los ojos, y te veo… me sonríes y yo corro hacia ti… porque vives en cada resquicio de mi alma, porque tu vientre me hizo tuya y tu amor es el arcoíris eterno de nuestros juegos. 

  Te quiero, mamá.

  Escrito por Gema Lutgarda.  Septiembre 2014
  Todos los derechos reservados.
 

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