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lunes, 7 de julio de 2014

CEGUERA


                                                                        CEGUERA










  Suspiro y su olor embarga mis sentidos... Aún no he abierto los ojos, pero siento el cosquilleo de sus cabellos en mi nariz… Enterrado en ella, mi olfato es poseído y hechizado por su esencia, que reaviva mi cuerpo con cada inspiración… Se mueve, mi tacto se estremece con su roce, mis poros se pronuncian al percibir su cálida piel tras el despertar. ¿Y la sabana?... ¿Qué más da si la tela no nos cubre?... Prefiero su desnudez a la frías fibras de ese tejido que seguramente el agitar de anoche acabó tirando al suelo… “Mmmmm”; la escucho esbozar mientras se revuelve. “Oh, no, no, cariño, un poco más… hoy es domingo”; intenta instigarla mi mente. Pero ella parece no hacer caso a esos gruñidos que mi gaznate emite al emular lo pensado. Y su aliento acaba reemplazando a los cabellos que hace un instante abrigaban mi nariz.  Su mano roza mi más que incipiente barba. Daría lo que fuera por no tener que afeitarme todos los días; aunque creo que mataría a esa pereza mía si la falta de mi vello facial acabara con ese ademán matutino  que tanto adoro.
  —Juan —susurra; y podría describir su rostro, el gesto que dibuja su cara en este momento; aunque me resista a abrir los ojos: su melena oscura despeinada extendida como largos dedos desordenados sobre el albar del almohada, y otros tantos de esos mechones acariciando su cuello; la profundidad de unos ojos inmensos de los que todavía no he podido adivinar el color: son verdes cuando el sol los encoge; marrones cuando levanta la vista de la lectura de su libro favorito, para aceptar esa taza de té con canela no muy cargado que compartimos por las tardes: “Oh, me encanta verla fruncir el ceño cuando le da el primer sorbo y…”
  —Juan…
  Vale… ya me ha ganado. Y ahí está, os lo dije: la misma mueca descrita… ¿Habéis visto alguna vez una sonrisa más bonita que la suya?
  —Hola, preciosa.
  —¿De dónde has salido tú, eh?
  —¿Y a qué viene eso? —No puedo evitar arrugar el gesto. No era la pregunta que yo esperaba. Aunque la verdad es que tampoco esperaba ninguna pregunta.
  De pronto, se incorpora. El movimiento de su cuerpo me distrae por un instante de lo excepcional de su comportamiento. Bueno, no solo el movimiento de su cuerpo: toda ella me distrae…
  —Viene por esto. —Y señala con su brazo extendido alrededor de la habitación: los pétalos que aún alfombran el suelo, la cera deformada del camino de velas apagadas que fueron testigos silenciosas de lo de anoche. 
  Pero, yo sigo sin entender. Sobre todo me desconcierta su cara de preocupación, de abatimiento, de… de… ¿reproche?
  —Diana… —Entonces, me interrumpe posando su dedo en mis labios; y vuelve a recostarse… Yo estoy paralizado. No sé lo que le pasa… yo…
  —No me malinterpretes. Me encanta todo esto. Adoro nuestra vida. Lo que haces, como lo haces. Que seas tan romántico, tan… Ay, Dios mío, ¿a qué chica no le gusta eso? 
  De repente, veo brotar lágrimas de sus ojos, que ahora se han vuelto más oscuros que de costumbre. Y a mí se me encoge todo el cuerpo. Sé a dónde quiere llegar…
  —Me da miedo, Juan. Me da miedo que dependas tanto de mí, de este amor que nos tenemos, de…
  —Shhhh… Calla —la detengo. No quiero escuchar más, me niego a escuchar más.
  —No, Juan. Tenemos que hablar. Lo que ocurrió ayer por la mañana…
  —Lo que ocurrió ayer por la mañana no significa nada, es una coincidencia —me precipito en atajar esta conversación idiota, sin sentido…  La vida no puede portarse así conmigo. Ella no puede rendirse a esa vida… ¡Nada ni nadie va a apartarla de mi lado!
  Pego un respingo y me hago una bola en la cama: obcecado. Escondo la cabeza en mis rodillas y me tapo los oídos: como un niño pequeño que se niega a obedecer, a asimilar la razón, lo inevitable… Sin embargo, sus manos tiran de las mías, doblegadas por esa voluntad que me arrastra… y la miro a los ojos, me hundo en su alma; mientras me acaricia el flequillo y su aliento me insta:
  —Tienes razón. Seguramente todo es una coincidencia… Pero tienes que prometerme que seguirás adelante, Juan. Que encontrarás la felicidad, conmigo o sin mí.
  Trago saliva ante esta promesa silenciosa que marca solo mi abrazo: la envuelvo, porque así, no podrá escaparse… porque así…“Ay, Dios, Diana, como te amo”…
  … “Como te echo de menos, mi amor… como…” Un ruido sordo embota mis sentidos. El whisky…  ¿el whisky?… (retengo la arcada). No recuerdo bien si era whisky; pero estoy empapado de este hedor etílico que me baña la cara, el cuerpo, las entrañas… y las babas apelmazadas en mi mejilla adheridas al cristal de esta mesa comida por el polvo y la dejadez… Todo está oscuro, la opacidad me aplasta pero no lo suficiente, no lo que yo quisiera… He intentado mil veces apagar del todo esta agonía, pero no tengo el valor, no puedo… Soy demasiado cobarde… Irónico, ¿no?... Ella fue demasiado cobarde para vivir y yo soy demasiado cobarde para morir… <<Pum, pum, pum>>. De nuevo el jodido ruido… ¡¡¡Dios, me va a estallar la cabeza!!!
  —¡Juan! ¡Sé que estás ahí! ¡Pero, no sé cómo estás, hijo! ¡Llevo semanas sin verte, Juan, por favor! ¡No me coges el teléfono, no contestas a mis llamadas! ¡¿Quieres que llame a la policía?! ¡Porque eso es lo que haré! ¡Armaré un espectáculo en mitad del bloque si no abres ahora mismo la maldita puerta!
  “¡Joder! ¡Mierda!”
  —¡Vete! ¡No pienso abrir la puerta, mamá! ¡No quiero ver a nadie! ¡Dejadme todos en paz de una puta vez! —“¡Maldita sea, mi cabeza!” Encojo el semblante e intento por todos los medios abrir los ojos; pero los parpados me pesan demasiado y el estómago… Oh, mierda, creo que voy a vomitar.
  —¡¡Juan!!
  Me levanto dando tumbos. Por Dios, que no aporree otra vez la puerta… Pero, mi precipitación por evitar esos nudillos clavándose en la entrada, desata otro estruendo aún mayor: le doy con el codo a la botella de whisky y ésta cae al suelo haciéndose añicos; y noto cada vibración, cada cristalito impactando contra el piso al romperse, en mi cerebro ahitado de licor, soledad y culpas. Y podría gritar, desfogar con el chillido toda esta rabia que me carcome; pero no creo que sea capaz de soportar más ruido.
  Por fin, llego hasta la puerta; y después de tres intentos fallidos para agarrar el pomo, consigo abrirla. Ni siquiera alzo los ojos hacia la figura que me espera detrás: solo seco el sudor, el alcohol y la saliva de mi cara con la manga de mi jersey, empapada de la misma miseria que intento retirar de mi semblante.  No miro a mi madre, pero su angustia por mí me atraviesa. Sin embargo, yo no siento nada… como si me hubieran arrancado la médula etérea de ese alma que el destino paralizó: ella me abraza, y yo no me muevo; sus lágrimas me mojan y ni un ápice de raciocinio o sensibilidad me instiga a responderle; solo miro al rellano del portal que la puerta descubrió; mis pupilas se pierden en aquel infinito vacío donde mi psique se ha instalado… Ahora sus caricias desesperadas me sujetan la cara; yo las siento como calambres: alfileres agudos y afilados que pretenden despertar ese tacto que yo mismo condené a la insensibilidad.  Y me retiro con rudeza, mientras la veo encogerse y después enderezarse fingiendo que ignora mi desplante… Pasos, oigo pasos adentrándose en mi sepultura,  profanando mi entierro, arrastrando el polvo, rechinando los cristales  bajo las suelas de esos tacones de mujer que viste aquella que me dio la vida: esa vida de la que ahora me confieso completamente agnóstico... ¿Vida? ¿Qué es vida? ¿Ver, sentir como todo en lo que creías se desmorona, se hace polvo, virutas diminutas que te atragantan al respirar?... Solo hay una cosa que me saca de mi trance: el ruido de las cortinas al descorrerse, el conato de brisa… de aire exterior que traspasa la efímera hendidura de la ventana que mi madre intenta abrir…  ¿Pero, qué…?
  —¡Deja la ventana como está! —Recorro la corta distancia que hay de la puerta a la ventana como si mis pies no me hubieran ayudado, (ellos son demasiado lentos) floto, desaparezco y vuelvo a aparecer al lado de mi madre, a la que aparto sin ningún miramiento de ese sacrilegio que estaba a punto de cometer…. Quiero mi oscuridad, necesito mi oscuridad, me merezco la oscuridad… 
  —Juan, tienes que reaccionar, hijo, por Dios… Mírate, míranos… Diana no querría esto.
  Diana, Diana, Diana… Ese nombre retumba como un eco cruel en mi espíritu: una resonancia compulsiva que me traspasa, que me taladra… No puedo ver su cara, no recuerdo su olor, ni su risa… Diana, ¿por qué?
  —Me abandonó, mamá. Me traicionó… Cedió, se dejó vencer. No hizo caso de mis súplicas. Ella tiene la culpa… Ella tiene la culpa…
  —Estás hablando como un demente, Juan. Diana estaba enferma. Nadie elige su destino, mi niño. ¿Cómo puedes decir que se dejó vencer? Si luchó más que nadie… Y ni siquiera peleó por sí misma. Todo lo que hizo, lo hizo por ti. —Y de nuevo ese calambre sobre mi piel, una caricia que no quiero, que no deseo…
  Solo ansío el silencio, el atontamiento que me produce el alcohol al entrar en mi gaznate, al conquistar mi sangre, al evaporarse en mi cerebro…  ¿Por qué nadie me entiende? ¿Por qué no se olvidan de mí? ¿Acaso no serían más felices si así lo hicieran?
  —No quiero volver a escuchar ese nombre. La odio… la odio… ¡la odio… la odio… la ODIO…! —grito… ¡grito con todas mis fuerzas!... hasta sentir desgarrárseme el alma… Apretándome el cráneo, andando como un contumaz loco sin control de un lado a otro del salón. Porque eso es exactamente lo que deseo… ¡Volverme loco!
  —¡Pues, ódiala! Si eso es lo que quieres, si eso es lo que sientes… ¡Ódiala! —lacera mi madre, atrapada por la desesperación. Haciendo que me detenga, que nuestras miradas impacten, que nuestras respiraciones se desboquen como si fuéramos dos agónicos mortales esperando fenecer. ¿Qué la odie?; inquiere mi mente a mi halo enajenado: aquél que mueve mi boca, que instiga mis palabras, mi osadía, mi decepción…—. ¡Tira todas sus cosas… deshazte de sus recuerdos! ¡Maldícela! ¡Pero, reacciona de una vez, Juan! —Y ella habla, habla y habla… y yo solo quiero que calle, calle y  ¡calle! —. ¡Recupera tu vida, hijo! ¡Hace más de un año que todo ocurrió! ¡Has perdido tu empleo, casi pierdes la prestación! ¡Estás alcoholizado! ¡No pienso dejar que te hundas! ¡NO PIENSO DEJARTE MORIR!
  “¡Basta!”; brama mi psique.
  —¡Basta! —combate mi garganta. Y me espanto al percatarme de hasta dónde he llegado: tengo a mi madre atrapada entre la pared y mi cuerpo, le sujeto las muñecas con fuerza, le estoy haciendo daño… Pero, lo peor es lo que destila su mirada. ¿En qué me estoy convirtiendo?  Mi físico cede, entonces; aunque la locura persista en doblegarme... Jamás volveré a ser el mismo—. Lo siento, mamá. Pero, no te has dado cuenta de algo… Tu hijo ya está muerto —arrojo sin compasión parte de ese veneno que recorre mis enjundias.
   Y la escucho tragar mi daño, sobrecogerse y enderezarse de nuevo—. Eres cruel, Juan; y egoísta. Siempre lo has sido y acabo de ser consciente de ello; pero te equivocas en una cosa: mi hijo no está muerto, está ciego… y no sé lo que es peor. —Y el impacto de su mirada desaparece, el calambre de su caricia se esfuma. Oigo pasos… van hacia la puerta, el rechinar de las bisagras, la madera al encajar; las tinieblas se asientan en el ambiente, me abrazan… Corro, corro hasta el dormitorio… en esa búsqueda empecinada de la nada… Abro el armario… Necesito su olor, su olor… Pero aquel camisón manoseado no me da lo que reclamo… No recuerdo su olor, no escucho su risa, no…
  Whisky… ¿dónde está el whisky? El temblor me domina y el miedo… ¿a qué tengo miedo?... Recorro la casa, registrando cada palmo; pero todas las botellas están vacías… Y no puedo controlar el dolor, ¡no puedo!... Necesito dormir, dormir, ¡dormir!… Tengo sed, tengo tanta… ¡sed!
  Sucumbo a la respiración, respiro tan deprisa que los pulmones me arden… Miro hacia la puerta… temiendo a la luz… como si mi alma perteneciera a un vampiro que se quemaría al rozar sus rayos… pero el deseo del alcohol, la amenaza del dolor… Tengo que salir, conseguir veneno, atontarme, atontarme… El impulso me empuja, abro la puerta, encojo los ojos… y camino, camino sin ver… Alguien choca conmigo, un perro ladra, un olor a rosas me perturba… ¿qué?
  —¡¿Estás ciega?! —arrojo sobre esa figura femenina que ha chocado conmigo y ni siquiera he soslayado. Sé que es una mujer por su olor… ¿ese olor…? Y el maldito perro sigue ladrando… ¡Joder!—. Deberían prohibir los perros en la comunidad. ¡Putos chuchos! —bramo, pero ella no me contesta… Además de ciega es una pazguata… ¿O quizá se ha hecho daño con el tropiezo?… Bah, que se joda… Ni siquiera me paro a mirar, ¿para qué?
  El ascensor se cierra y vuelvo a mi ostracismo, a mi desesperación… Intento tragar pero no puedo: tengo el  gaznate  recubierto de arena, o eso me parece a mí… y cada granulo imaginario que se apelmaza en mi garganta me devuelve ese olor floral de antes: el de la chica con la que he chocado… Mi mente empieza a dar vueltas… Y de repente, me entran ganas de darle al botón de “stop” del aparato y regresar a mi planta porque… No, Juan. No puede ser… Estás borracho, sigues borracho… Entonces, las puertas del elevador se abren; sacudo la cabeza para liberarme de tan incoherente pensamiento; pero lo único que consigo con tal movimiento es tambalearme, marearme y darme de bruces contra la pared del portal… ¡Idiota!; le grito a mi psique embriagada y arrastro los pasos hasta la calle, hasta la luz… ¡Dios!... Entorno los ojos, porque las corneas me abrasan, y el ardor se transmite a mi nervio óptico,  y de mi nervio al cerebro. Pero tengo que seguir… Solo es cuestión de llegar al supermercado, agarrar una botella de algo fuerte y salir zumbando, porque ni siquiera tengo dinero en los bolsillos… ¡Ja, como un vulgar ladrón! ¡Por Dios, Juan!
  Sin embargo, mis pies acaban hundidos en la arena. Ni siquiera sé cómo he llegado hasta aquí. Tal vez, la brisa falaz me sedujo. Quizá creí escuchar su voz envuelta en el salado viento de la marisma… No lo sé… Ésta era nuestra playa, aquí empezó todo, aquí acabó…
  Me siento, y aprieto mi mano contra los secos sedimentos de este mar. Ella quiso que la trajera a ver el atardecer, nuestro atardecer… y…
  La fría brisa humedece mis mejillas… Y mi piel se alivia con la humedad… Ni siquiera puedo llorar. No la he llorado… Diana, no puedo llorarte… Llorarte sería el adiós, y yo…
 —Hola
  Me sobresalto. Todo se me remueve por dentro cuando el olor a brisa, a mar, a salina, se mezcla con las rosas… El corazón retumba en mis oídos, y el temblor del delirio por la falta de licor se acentúa en mi cuerpo, desfoga en mis manos; o quizá es el miedo el que me hace tiritar, ¿a qué tengo miedo?
  Descubro a la chica de antes sentada al lado mía, junto a su perro; pero no la reconozco por el chucho, ni por su aspecto (debo reconocer que es bellísima), sino por su olor: es el mismo olor de…
  —No soy buena compañía. —Aun así, reniego con mis palabras, con mi tono desagradable, escondiendo todo lo que estoy sintiendo, lo que… ¿ella me hace sentir?... No puede ser… ni siquiera la conozco.
  —No pretendo acompañar a nadie. Solo he venido a contemplar el atardecer…  —contesta con un deje dulce, sin mirarme, con los ojos cerrados, respirando la brisa, sonriendo a la vida…
  De repente, me fijo en el chucho, como pretexto para sacudirme el escalofrío que me embarga al sentir su calor, su olor, su voz; pero el estremecimiento aumenta, cuando veo el peculiar arnés que sujeta al perro: es una arnés para ciegos… ¡Maldita sea, es ciega! Y yo me la he llevado por delante hace un rato y encima le he echado en cara su mal…
  —Perdona —le digo en un murmullo; completamente abrumado, avergonzado, azorado; haciendo esfuerzos por tragar el poco líquido que supura mi boca… Ahora más que nunca me siento furioso conmigo mismo… Ahora más que nunca detesto la vida: negar la luz a alguien tan bello, tan puro… Llevarse a mi Diana…
  —¿Por qué? —Su calmado hablar vuelve a sacarme de mi ensimismamiento; y sus ojos… son normales, quiero decir, no se ven opacos o… Sus pupilas no me enfocan, pero aun así, traspasan mi alma sin ninguna explicación. 
  —Por lo de antes. No sabía que eras…
  —¿Ciega? —termina mi frase; y sus gruesos y jugosos labios se curvan con triste ironía; aunque no deja de sonreír. Es curioso, debería estar furiosa conmigo… Me he comportado como un grosero con ella… No obstante, lo único que destila esta “desconocida” es… paz… Hacía tiempo que no sentía esta paz—. No soy ciega… Solo que no veo a través de mis ojos.
  —No te entiendo… Acabas de decirme que venias a contemplar el atardecer, sin embargo…
  —Y a eso he venido… Hay muchas formas de ver, Juan… Te llamas así, ¿verdad?
  No le contesto. No sabría qué contestarle; aunque la respuesta sea tan sencilla como afirmar mi propio nombre… Tal vez, sea la falta de alcohol; tal vez, ya no estoy acostumbrado a la sensación de estar sobrio; tal vez, ella solo sea una sirena, una alucinación, un… ¿ángel?
  Entonces, cierra los ojos y respira. Deja que la brisa embargue sus sentidos. Los últimos rayos de sol bañan su piel aterciopelada, perfecta… Y en estos momentos, daría lo que fuera por tocarla… Sí… No he sido capaz de mirar a una mujer, de desear su hálito, desde que…
  De pronto, es ella la que calma mi deseo. Su mano se desliza por mi cara, por mi barba descuidada, sube a mi frente, se apoya en mis parpados…
  —Cierra los ojos, Juan —susurra, me ordena; y una lágrima resbala por mi mejilla—. ¿A qué tienes miedo? —musita en esta danza hipnótica en la que prácticamente me ha sumergido. 
  —Diana… —murmuro ese nombre en voz alta sin pensar… Es una locura, esta chica no es ella. Es una desconocida… es…
  —Shhhh —manda a callar a mi pensamiento—. ¿A qué tienes miedo, mi amor? —insiste.
  Y abandono la poca cordura que me quedaba. Y empiezo a creer en lo imposible…: —A no volver a verla. A la soledad… —respondo; y tal respuesta se lleva consigo la esquirla hendida en mi esencia… Y siento dolor y después alivio…
  Quiero abrir los ojos, mirarla… para saber a quién estoy mirando, para cerciorarme de la verdad de este milagro; pero ella…: —No, no los abras… Mantén los parpados cerrados… Quiero que veas la luz en la oscuridad. Que sientas el atardecer: el sol tocando la mar en calma, bañando sus rayos en la plateada humedad del lento vaivén de la marea, el estallido de colores apoderándose de tu alma… La brisa, Juan… Respira la brisa… Su olor a rosas, su risa inquieta… ¿A qué tienes miedo? Si ella sigue aquí —su dedo aprieta mi sien; y de repente, dejo de sentirla, para sin embargo, sentirla más que nunca. 

“Después de 50 años desde que la desconocida y yo nos encontramos, sigo pisando esta playa al atardecer cada día. Un atardecer que fue mi alborada; y todavía me pregunto, si aquello fue un sueño o fue real… Entonces, cierro los ojos, y los colores continúan vistiendo mi ocaso”.
Escrito por Gema Lutgarda 

Todos lo derechos reservados. 



 OTRAS PUBLICACIONES DE LA AUTORA










¿Quieres sentir la pasión? ¿Luchar por ellos, con ellos… amar como nunca antes habías amado?
“Las culpas del amor” por Gema Lutgarda… “¡Vívela!”
Disponible en la web de “Nueva editora digital”
“No recomendada para menores de 18 años”

Sinopsis
Vivir atrapados por las culpas, aquellas que sin embargo, achacamos al amor o al cariño. ¿Cuántas veces he escuchado la misma excusa?...  Eres mía y de nadie más porque te quiero; tengo el poder sobre tu cuerpo y tu mente porque te amo; te di aquella paliza porque este amor me está volviendo loco; la maté porque la quise.
Horrores tras horrores cobijados, excusados… que mancillan y empañan la pureza de tan hermoso sentimiento.
Esta novela es un silencio de respeto, y a la vez un grito catártico contra tantas injusticias.
Harry Newman, aquel chico torturado por su pasado, aquel chico que amó a otro chico, supo leer donde nadie leyó: en aquellos ojos verdes atenazados por el miedo. Quizá porque su pasado estaba tan latente en cada objeto, en cada vida, en cada instante… que los ojos de Sara lo atraparon en ese mismo calvario sufrido desde su infancia. Un calvario que quería olvidar, que necesitaba expiar. Por ello, luchó por ella y también por él; por ello acabó amándola, porque el verdadero amor no entiende de sexos, ni de culpas.
Sin embargo, las culpas los persiguieron, aquella guerra no sería fácil de derrotar; el odio disfrazado de hipocresía los golpeó sin miramientos; pero ellos gritaron, pelearon, ¡proclamaron! Tendieron su mano hacia ti… Sí… tú, ese lector, ese otro aliento que vive, que sostiene este libro… ¡Ayúdalos en su grito! ¡Ama, vive!...  Y ahora cierra tu mano, porque sé que está prendida y unida a esa misma búsqueda. Porque sé que al fin, atado al amor, tú también eres libre… ¡Sois libres para amar!

“Las culpas de amor” por Gema Lutgarda
Todos los derechos reservados



 



  
 



2 comentarios:

  1. De muchas cosas que he leido este es algo hermoso , se siente la tristeza , el amor y la comprension de que hay mucho mas en el profundo de la mente del ser humano... Espero seguir leyendote ... Saludos desde Venezuela

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    1. Amiga, no sabes lo que significa para mí tus palabras. Apenas estoy empezando en este mundo literario. Apenas he conseguido dejar atrás la timidez y decidir compartir todos estos sentimientos que a través de las letras consigo liberar, y que sin embargo, mantenía encerrados. Saber que lo que siento al escribir llega a otras personas, saber que de alguna manera alguien puede esbozar una sonrisa al leerme en este mundo donde lo fácil son las lágrimas... Ufff... bueno, es algo... una sensación increible. Gracias por tus palabras y por disfrutar de mis escritos. Un gran abrazo.

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